Sección CARPE VERBA

Maro Lemus
Maro Lemus es el seudónimo de María Luisa Garrido Lemus, una licenciada en Filología Hispánica y profesora de Lengua castellana y literatura en la ESO y bachillerato. Es autora de dos novelas, Villa Rosa 1909 y Tras la última mueca, ambas publicadas por la editorial Maluma.
Los veo caminando por el andén, como tantas otras mañanas. Los
reconozco, a pesar de que hoy arrastran sendas maletas y que de la
mano de ella cuelga una niña, morenita, regordeta, como de unos
ocho años; son ellos, reconocibles en la mañana estival como lo
fueron durante el frío invierno. Puedo adivinar que hoy es el día,
el día que fijaron para desertar de todo lo dañino, gris o injusto
que hay en sus vidas. ¿Cuándo concibieron la idea de huir juntos?
El momento exacto se me escapa, pero puedo imaginar cuándo
sus miradas se encontraron por primera vez.
Sería aproximadamente el mes de enero. Las Navidades habían
acabado y todo volvía a la normalidad de la rutina. Hacía mucho
frío esa mañana, temprano, cuando subió la cuesta, mochila al
hombro, para coger el Cercanías que habría de llevarle a la
sierra. Después de los excesos de las fiestas venía bien retornar
a los hábitos saludables que le habían permitido traspasar la
barrera de los 70 sin apenas algún achaque reseñable. Claro que su
pobre Charo había compartido con él los mismos hábitos durante
casi 40 años y ya hacía cinco que criaba malvas en el pequeño
cementerio de su pueblo. Ya no se ponía triste cuando pensaba en
su mujer; apenas si sentía una punzada de nostalgia al recordar
los planes que hicieron juntos para “cuando se jubilaran”. A ella
ni siquiera le dio tiempo a jubilarse; él, casi desde el primer
día que abandonó su trabajo de director de una sucursal bancaria,
se dedicó a retomar con entusiasmo los hobbys que por una razón u
otra había arrinconado: su colección de sellos y monedas, la
lectura de temas históricos, largos paseos en bicicleta o a pie…
Siempre le había gustado andar; sentía que entonces los
pensamientos fluían en su cabeza con más dinamismo y serenidad.
Por eso creyó que sería bueno apuntarse a un club de senderismo:
disfrutaría de su ejercicio físico favorito además de respirar
aire puro. Lo cierto es que al principio no buscó en el club nada
más que eso, ejercicio, naturaleza y aire puro. Sin embargo, tras
la muerte de Charo encontró también compañía y amistad; incluso
algo más: cuando el dolor cedió convirtiéndose en una nostalgia
dulzona, flirteó con alguna señora madura, aún de muy buen ver,
nada serio, en realidad, simplemente algunas excursiones con noche
en parador o en hotelito con encanto. Lo pasaba bien, sin más;
había vuelto a ser el conquistador de sus años mozos, y eso le
rejuvenecía, llenándolo de vida.
Aquella fría mañana invernal iba a lanzarse a una nueva ruta por los montes que rodeaban su ciudad. Como siempre, tomaría el tren de cercanías para dirigirse al punto de encuentro acostumbrado. En el andén, mientras esperaba, dio unos cortos paseos para combatir la gélida temperatura. Fue entonces cuando se cruzó con ella por primera vez, pero ni sus ojos ni su atención repararon en aquella pequeña figura embozada en un plumas barato y oscuro. También paseaba por el andén, maldiciendo el frío intenso, al que no se acostumbraba, pensando en todas las tareas con las que el día le obligaba a cumplir, sintiéndose secretamente aliviada por el final de las vacaciones escolares.
De pronto, el ruido del tren entrando en el pequeño apeadero les hizo levantar la cabeza y, abandonando sus paseos, se pararon para calcular cuál iba a ser la portezuela más cercana por donde podrían acceder al interior de uno de los vagones. Casualmente, o quizás no, eligieron la misma puerta, el mismo vagón. Enfilaron el mismo pasillo; al sentarse él se quitó la mochila de la espalda y, mientras se acomodaba, la dejó al lado del asiento, en el pasillo por donde ella avanzaba deprisa, sin poner demasiada atención en su camino, sólo pendiente de localizar un lugar en el que sentarse. No vio la mochila, tropezó con ella y cayó hacia delante en el instante en el que el tren comenzaba a andar.
─¡Ay!
─¡Cuidado!─ de repente sintió cómo unos brazos la agarraban fuertemente para impedir que cayera al suelo al mismo tiempo que la incorporaban- ¡Lo siento! ¿Se ha hecho daño? Perdone, ha sido culpa mía, no debí dejar la mochila ahí en medio.
─¡No se preocupe!, estoy bien, no ha sido nada; es que voy siempre muy acelerada y en las nubes.
─Siéntese, este sitio está libre… Así, subiré la mochila al portaequipajes.
─Gracias, de verdad estoy bien, no se preocupe.
Ella le sonrió levemente y él le correspondió con un gesto risueño. Creo que fue entonces cuando se miraron por primera vez, cuando su atención reparó por fin en el otro. Puedo imaginar que fue ese momento el que enredó sus caminos, mientras tras la ventanilla un cielo metálico y brillante se preparaba para ver amanecer.
─No me puedo creer que vaya usted de excursión con el frío que hace. ¿Y si llueve?, o peor, ¿y si nieva?
─¡Oh, vamos preparados! Para nosotros, los senderistas, hace un
día estupendo para caminar por la sierra.
Y así siguieron charlando del tiempo, de las fiestas navideñas ya
pasadas, afortunadamente, convinieron los dos, de la próxima
huelga de los maquinistas…
─Bueno, hasta otro día, yo me bajo aquí; ha sido un placer charlar con usted.
─¡Vaya, yo también me bajo aquí! Se me está ocurriendo una cosa,
¿me permitiría usted invitarla a un café?, si tiene tiempo, claro;
a los jubilados se nos olvida que los demás trabajan. Yo he
madrugado mucho y aún es
pronto para encontrarme con mis compañeros.
Ella miró el reloj, disponía de diez minutos, un cuarto de hora lo más, le dijo; suficiente, irían a la cafetería de la estación, algún hueco habría en la barra, tiene que dejarme que la invite… perdone, ¿cuál es su nombre?
Evelyn, se llamaba Evelyn y era ecuatoriana. Llevaba 10 años en
España, trabajaba en un chalet de una urbanización cercana, con
una familia muy buena, le contó, pero con tres niños pequeños…
¡qué daban un trabajo! Por eso hoy estaba contenta, los niños
volvían al colegio, las tareas de la casa recuperaban su rutina…
Ella también tenía una niña, mire, aquí llevo una foto,
¡pobrecita!, había pasado mucho tiempo solita, durante las
vacaciones, mientras ella trabajaba; afortunadamente hoy había
comenzado el cole y también eso le facilitaba su vida de madre
trabajadora, le contó con una voz dulce, seseante, mientras los
ojos le brillaban, él no supo si de alegría o por efecto de alguna
lágrima contenida.
No era joven ni bonita pero tenía una sonrisa afable que prodigaba
con generosidad; hablaba bajito, despacio, y se encogía de hombros
cuando su discurso derivaba hacia derroteros que ella prefería
evitar. Sin saber muy bien por qué, sintió un fuerte deseo de
protegerla.
Ella lo miraba con curiosidad, preguntándose por qué estaba frente a ese señor que no conocía de nada hablándole como un amigo de toda la vida. Normalmente no solía hablar tanto; era tímida, su amiga Margarita decía que más bien era huraña, pero ella prefería pensar que era timidez o desconfianza esa actitud con la que acostumbraba a enfrentarse al mundo.
─¡Uf, qué tarde se ha hecho! Me tengo que ir, ha sido muy amable… Perdone, pero creo que no me ha dicho su nombre.
─¿No? Me llamo Manuel…
─Pues encantada… Quizás coincidamos otro día, Manuel. Entonces me tendrá que dejar que le invite yo a un café.
Puedo distinguir su pequeña figura alejándose hacia la puerta,
abriéndose paso entre la gente que atesta la minúscula cafetería.
Adivino el desconcierto de él, que se ha inclinado para darle dos
besos de cortés despedida y se ha quedado desairado, porque su
gesto no ha encontrado respuesta. Vaya, habrá pensado, quizás haya
creído lo que no es…
Sin embargo, al coger de nuevo el tren para regresar a su casa,
cansada, tras una larga jornada laboral, Evelyn sonrió al acodarse
de Manuel.
¡Qué señor más agradable! Se le veía tan educado, tan caballero… ¿Por qué le habría invitado? Suspiró, se encogió de hombros y miró la lluvia que azotaba los cristales del vagón.
Manuel ya había regresado a casa: las malas condiciones climatológicas les habían obligado a interrumpir la excursión. También pensó en Evelyn cuando se sentó en el tren, quizás coincidieran otro día…
Así fue: coincidieron un día y otro, otro… hasta que dejaron de
hacerlo para citarse, siempre en el andén del apeadero o en la
estación de la sierra. Era como si sus encuentros necesitasen una
coartada, la apariencia de la
casualidad proporcionada por esa primera vez, el tropiezo fortuito
en medio del pasillo de un vagón de cercanías. Pronto se contaron
sus vidas. La de ella había sido bastante azarosa y triste, sobre
todo desde que había emigrado a España huyendo de un matrimonio
desgraciado, plagado de alcohol y malos tratos. Había tenido que
dejar a sus dos hijos en Ecuador, pequeños aún, sin más amparo que
el que les quisiera proporcionar una abuela egoistona, preocupada
sobre todo por acaparar la ayuda económica que Evelyn enviaba a
sus hijos siempre que podía. Había tenido otra hija en España, con
un antiguo novio que surgió cuando más sola se sentía; quiso tener
a esa hija porque pensó que le ayudaría a curarse de la nostalgia
de sus otros hijos. No esperaba nada de la relación con aquel
hombre, es más, desde que tuvo a su hija en los brazos, deseó que
se borrara para siempre. Pero no lo consiguió, y otra vez estaba
envuelta en una relación intermitente, donde el alcohol y los
malos tratos volvían a ser los protagonistas.
La vida de él, sin embargo, había transcurrido por derroteros más
apacibles; estuvo casado cuarenta años hasta que enviudó; su
matrimonio había sido bueno: su mujer, Charo, había sabido
llevarle muy bien y consiguió reconvertir al mujeriego que había
sido. No habían podido tener hijos, aunque les habría gustado,
sobre todo a ella; por eso lo intentaron, pusieron todos los
métodos que la ciencia de entonces les permitía hasta que les
presentó una evidencia: juntos no conseguirían engendrar un hijo,
aunque quizás lo consiguiesen con otras parejas… Entonces se
volcaron el uno en el otro y consiguieron ser felices. Cuando
llegó la enfermedad de ella, lucharon unidos y al convertirse la
muerte en una certeza, Charo le hizo prometer que continuaría
viviendo todos esos planes que proyectaron juntos, por ella, que
ya no lo podría hacer nunca. Al principio esa promesa lo mantuvo
en pie, después volvieron sus antiguas ganas de comerse el mundo.
Es Charo, le dijo Evelyn, desde el cielo le ayuda y se alegra de
que sea feliz. ¿Usted cree?, respondió sonriendo
el agnóstico que siempre había creído ser.
Sueño el instante justo en que la idea de huir apareció en la
cabeza de él; quizás fue en un viaje en el tren, solitario, un día
en que las obligaciones de ella les impidieron encontrarse. La
primavera hacía brillar el campo bajo un sol
que anunciaba los rigores estivales. Tras la ventanilla algún
tímido venado buscaba la sombra de los arbustos. El mundo pronto
se tornaría amarillo y sofocante, como todos los veranos. Habría
entonces que escaparse a donde se pudiese respirar y, sobre todo,
dormir. Las últimas vacaciones había ido a la playa con un grupo
de amigos, del senderismo y de alguna excursión del INSERSO. Había
gozado especialmente de la compañía de Elisa, una profesora
jubilada, separada y con “mucha marcha”. Era perfecta para esas
ocasiones, de hecho solo se llamaban para compartir vacaciones,
puentes o
fines de semana con “marcha”. Pero estas vacaciones… Echaría de
menos a Evelyn, sus encuentros rápidos, furtivos como si fueran
amantes, siempre en el tren, en un andén, en la cantina de la
estación. Hacía tiempo que no mantenía una conversación sobre sí
mismo, sobre sus sentimientos. No le había importado llorar
delante de ella recordando los últimos días de Charo, la
frustración de sus embarazos no logrados o la soledad nunca
combatida del todo, inevitable cuando cerraba la puerta de su
casa. No, este año no quería pasar el verano con Elisa y sus
“marchosos” compañeros.
Seguro que cerraría los ojos y se recostaría en la incómoda butaca
del tren. Su traqueteo le adormecería y quizás entonces surgiera
en su memoria su pueblo, tan fresquito en el verano, al que hacía
tanto tiempo que no había regresado.
─Vayámonos, Evelyn; le va a gustar: es un pueblo pequeño, apenas si tiene cincuenta habitantes durante el invierno, aunque en el verano acude mucha gente. Conservo la casa de mis padres; está bien arreglada porque hubo un tiempo en que Charo y yo quisimos convertirla en nuestro cuartel general. Hace tiempo que no voy, pero ahora me apetece ir con usted, reencontrarme con lo que fui. Venga, le va a gustar, diga que sí, además está en el Norte, allí se está tan bien durante el verano…
─¿Y qué hago con mi hija?
─Tráigasela, sí, claro que sí, ¿cómo no? Usted tiene un mes de vacaciones, ¿qué la retiene aquí? El padre de su hija ha vuelto a desaparecer.
─¡Gracias a Dios! Ojalá desapareciera del todo.
─Pues vámonos; sólo son unas vacaciones, Evelyn, no quiero nada más que su compañía, ya lo sabe, quiero ofrecerle la tranquilidad que usted se merece tener.
Puedo imaginar ese momento, aunque no sé con certeza cuándo ni cómo fue. Evelyn se dejaría arrastrar hacia ese paraíso prometido y esperado. Por eso hoy vuelvo a verlos con sus maletas, con esa niña morenita y regordeta que no se suelta de su madre, sobre el andén de siempre, aguardando al tren que los ha de llevar a la próxima estación de sus vidas.