Sección CARPE VERBA
Juan Luis Calbarro
El autor (Zamora, 1966) es profesor de Lengua española y literatura en un instituto de Secundaria madrileño. Su poesía reunida se publicó bajo el título Caducidad del signo (2016); ha publicado también libros de otros géneros, como Memorias de Chanita Suárez. Materiales para la etnografía y la historia de Fuerteventura en el siglo XX (2004), La mano y la mirada. 2005: el año artístico en Palma (2006), No había más que empezar. Selección de artículos de asunto político 2006-2010 (Madrid, 2010), Apuntes sobre la ideología en la obra de César Vallejo (2013), Diez artistas mallorquines (2013), Tres escritores canarios (2018) o Concertar el desconcierto. Textos de crítica literaria, 1992-2017 (2019). Dirige Gesto. Revista de literatura, arte y pensamiento, así como la editorial Los Papeles de Brighton.
En mi biblioteca sirve de separación entre la sección de literatura española por orden alfabético de autores y la de literaturas regionales españolas: besan sus costados un librito de Jesús Zomeño y los Seis poetas de Zamora de Jesús Hilario Tundidor. Paralelamente me ha servido para almacenar todas las entradas de cine y teatro que he comprado desde 1992. Cada vez que volvía del cine, levantaba la tapa y dejaba en su interior el papelito doblado en dos. Hoy, cuando apenas le cabe una entrada más, ya no cumple esa función: apenas usamos entradas físicas, que han sido sustituidas por códigos QR o de barras. Quizá sea el momento de sacarlas del bote, ordenar las entradas por fechas, reconstruir mi no muy espectacular trayectoria cinéfila y, así, dejar constancia del camino; me da pereza, pero también sé que nadie lo hará si yo no lo hago.
El bote es bastante corriente. Es blanco y está decorado con motivos vegetales en azul: flores, hojas, zarcillos. Lo cubre una tapa con bolinche. En la base conserva medio despegada una etiqueta de la tienda donde lo compraron, una cooperativa de artesanos de Boleslawiec, y algún dato como el material del que está hecho, kamionka biała, o que costó 480 eslotis. Compruebo en internet que la cooperativa todavía existe.
Esa cerámica perteneció a un hombre con sombrero que pasó por aquel lugar en 1986 o 1987. El hombre lo había comprado, o tal vez se lo habían regalado, como recuerdo de su estancia en la patria de Copérnico, Chopin, Marie Curie y Karol Wojtyła en categoría de profesor visitante de la Universidad de Cracovia. Antes de morir ─exactamente dos años después que mi padre─, ese hombre abundante de palabras y de abrazos fue profesor en Salamanca, y fue poeta, y con él conocí a Diego del Gastor sin haberlo visto jamás, y con él brindé con Eduardo Galeano sin haberlo conocido. A ese hombre con gafas de pasta, antes de morir le dio tiempo a regalarme a san Juan de la Cruz, y al Inca Garcilaso, y a Oliverio Girondo, y a Julio Vélez y, sobre todo, a César Vallejo: nada menos que todo eso me dio. Ese hombre fumaba negro y bebía Stolíchnaya y amaba a una mujer hermosa, que después lavaría su cadáver amarillo. Ese hombre solo odiaba la muerte cuando la pensaba en nosotros. Aquel hombre con gabardina explicaba, muerto de risa, que tú miras el mapa de Polonia y lees «Wrocław», pero luego resulta que se dice «Brochuaf»; y, desde entonces, si voy a una feria de turismo y visito el mostrador de Polonia y hojeo un folleto sobre Breslavia y leo «Wrocław», pienso: se dice «Brochuaf». Después de morir aquel hombre, su hijo me regaló este bote, que yo había visto tantas veces en la estantería de su biblioteca, y a mí me pareció un precioso gesto, y también un expolio injustificable, porque ese cadáver seguía caliente, y treinta años después sigue caliente, aunque su bote esté repleto de entradas de cine de películas ya olvidadas.
En un rincón de la biblioteca resisten tres deliciosas cajitas de porcelana inglesa de Wedgwood, de la variedad que ellos llaman blue jasperware, pero que no es jaspe. Una de ellas es circular, como de medio palmo de diámetro y borde ondulado; las otras dos, más pequeñas, son arriñonadas. Las tres muestran deliciosamente escenas mitológicas clásicas en blanco sobre azul claro.
Tengo debilidad por el jaspe azul de Wedgwood. Compré las cajitas en una tienda del casco viejo de Hastings, en el verano de 1985: era el regalo que les llevaba a mi madre y a mi tía como recuerdo de mi estancia en el sur de Inglaterra. Después de fungir de discretos joyeritos durante más de treinta años sobre las cómodas de sus respectivas alcobas, las cajitas acabaron viniéndose conmigo. Primero una, de un infarto. Durante la pandemia, las otras dos. Son objetos paradójicos, de una delicadeza absolutamente británica y, al mismo tiempo, preñados de sencillez hogareña, de memoria y de luto.
Su principal función es ahora recordarme las emociones de aquel viaje: el despertar estridente de las gaviotas sobre el techo abuhardillado, el canal de La Mancha embravecido, The Norman Arms. El Pier, que no mucho después iba a ser devastado por un temporal, y más adelante rematado por un incendio intencionado, y que ya no existe porque es otro. Aquellos salones de máquinas tragaperras. Las viejas alfombrillas de escurrir las pintas de cervezas. La fiesta de pijamas: Roberta. El castillo normando. La puñetera leyenda de Hengest y Horsa. Teresa en la playa, su aliento en la noche, los cantos rodados dejando su oscura mordedura en las rodillas. La afonía y el grito.
También soy, sí, esos instantes de los que son testigos cansados unas cuantas carpetas de papeles, algunos poemas, tres cajitas de porcelana… Adoro cómo suenan cuando la tapa roza sobre la base, suave y ásperamente a la vez. Como aquel aliento sordo y endiablado, vivo.