Sección CARPE VERBA
Paco Jerez
Francisco Jerez (Madrid, 1962) fue desterrado en su niñez dos veces: de su áspero paraíso granadino a la edad en que empiezan a forjarse los recuerdos y del Madrid de extrarradio y aluvión. Creció tenaz, a pesar de eso; estudió Historia y, para su sorpresa, consiguió vivir de ella como profesor de enseñanza secundaria. Hoy, jubilado feliz, reparte su tiempo entre pasiones: el amor a la familia, la pintura y la poesía.
Post data: ha conseguido publicar su primer libro, Fines animae (Lindes del alma) y versos sueltos en revistas y antologías (Generación del 63).
Selección de poemas inéditos ─salvo el 2─, leídos por su autor. Para leer escuchando.
Así que era esta mi feliz Arcadia,
estas, mis tiernas esquilas,
estos, mis prados verdecidos,
mis cítaras y flautas celestiales,
el canto de pájaros y viento,
y este azul ultramar
mi cielo infinito…
(Seguramente luciérnagas y galenos
me deslumbraron al instante
que la vida y el tiempo son sólo relativos,
y la vuelta ─el agujero
por el que Alicia se cayó─,
una puerta que enseguida dejamos de buscar).
Y es que mi infantil Parnaso
apenas fue una blanca y sureña peladura
a lomos de las sierras y los montes
por los que manadas de ovejas deambulaban
arañando a la tierra correhuelas y rastrojos,
y el viento,
un silbido que con saña
golpeaba contra piedras, personas o rebaños…
Y aun así,
antes del barbecho,
el aire encrespa todavía verdes
los mares de cebada,
el color muda a cada hora los montes en otoño
y los pastores no llevan agua en su zurrón
porque saben encontrarla incluso en el verano…
Y es el alma entonces esa
región luminosa
que Fray Luís nos cantara en su retiro.
Mas con pena y por ensalmo
todo queda atrás,
desaparecen
el camino y agujero por los que caí,
y la intemperie vuelve a recibirme
como recién parido;
me doy cuenta con sorpresa
de que el minutero ha dado al atraparme
dos vueltas de reloj,
y con la orina
comienzan a fluir
los primeros versos del óxido nitroso
entre las juntas
de los blancos baldosines de la habitación.
Yo, que caminé contigo los caminos
sin quemarme
y me abrasé entre tus llamas
cuando ya te había perdido;
yo, que me entretuve
por las sendas de tus prados y espesuras
a contemplar las mortales
flores del veneno
o quitar de mis sandalias
las arenas de mil noches
tan oscuras y serenas como cómplices.
Yo, que supe
guardarme bien tu secreto
amor de hombre como propio,
porque no falta razón
al poeta que descubre entre tus versos
solo y desnudo a un hombre enamorado,
y lo supe
porque, amante convencido por la vida,
me descubrí un día amado y confundido
en esa hoguera en la que arden,
fundidos en uno, sexo y sentimientos.
Yo, que perseguí mi presa
por los jardines prohibidos y florestas
de mi Arcadia inventada,
sin saberme al mismo tiempo ciervo vulnerado
en la ínsula más extraña del amor;
hoy, más que nunca te comprendo,
querido amante-amado,
que debías haber ardido
en aquel infierno iluminado que fue España
bajo la Santa Inquisición,
y de la que sólo tus versos luminosos
te salvaron.
Y llegar como la vida,
en su río de palabras gongorino,
o estar acabando, con la sola claridad
de la vejez.
Venir desvencijado ya de antaño,
como barco no reconvertido cuyas planchas,
desremachadas y herrumbrosas,
van a hundirse en el último mar,
el varadero.
Consumación mineral del espíritu,
porque ya es imposible recordar
la forma del cuerpo.
Mineral o beso:
mi beso lanzado al aire
desde el puerto de mi último poema.
¿En qué pensará ese perro,
costado acostado
sobre tus propios sentimientos?;
díme qué hilo lo une a ti,
pobres suelas que huyen,
de hambre y de cartón;
tu vida,
apoyada en un blanquísimo can
que se cae de sueño. Tú eres,
hombre-perro, pantalón raído
por el cansancio del alma misma,
portavoz de un universo de íntima poesía
que he buscado por el mundo
y no he encontrado hasta encontrarte.
Y te veo ─¡te estoy llorando!─,
profundos ojos negros, venidos
del mundo de los muertos que no murieron;
sentado frente a mí -
perro – can – chucho -, miras en mis ojos
el destello de los tuyos, y mientras
no sabes
que por el alero de ese hongo tan gracioso
vas dejando corazón y sentimientos
de mi alma hecha mil trozos.
Escribir por espera, escribir,
y luego, ¿qué?;
amanecer quizá
dormido a la intemperie
de versos salvajes,
como bosque impenetrable
sumiéndose de nuevo en oscuridad.
Y amanecer o mirar
esperando al alba,
un alba ciega y sin vida,
en el rosicler pintado
en seda del paisaje.
Escribir por espera, escribir,
y luego, ¿qué?;
¿amanecer
esperando a que el cielo se abra
y en un rapidísimo fulgor
nos llene..?
¡O amanecer-morir
matando
y detenerse a echar
la sangre en una esquina;
sentir el alma arrancarse de la boca
y entonces,
un mecerse de los árboles en rosa,
un caminar azul sanguinolento, y arrastrar
el alma como un muerto
para ver cómo se mueren las letras
por el reguero de letras;
y correr sin rumbo para llegar
al cementerio de versos
donde moran todos los poetas!
Dormida la espera.
En silencio trabajo la madera:
sólo el ruido de la herramienta
agrietando mis manos;
emerge de ellas virgen la forma,
mi ser le doy así,
imperfecto, presuroso, y también
profundamente cálido.
Toma de mí el esfuerzo, pero exhala
a cambio aromas hondos
perdidos muy adentro de las vetas,
y si doy con dureza entre sus nudos,
entonces la someto
a la humillante herida del taladro,
y aunque a veces, rebelde
me muestre firme su naturaleza,
al fin sin queja alguna
como pesado o tosco testamento
a los que me rodean,
en mueble convertida para siempre
queda. Mas ella sabe que sólo yo
fielmente la venero.