Sección ARTÍCULOS
Adriana de la Fuente
La autora (Rosario, Argentina, 1956), luego del golpe cívico-militar de 1976 abandona su país y se establece en Alemania. Estudia Filología Alemana y Románica en la Universidad de Heidelberg, Alemania, donde trabaja luego como docente. Las cartas desde el exilio dan impulso a su afición a la escritura. Se inicia con cuentos y microrrelatos (Publicación colectiva Relatos en Cadena, 2009–2010, Alfaguara). En 2018 publica su primera novela, La Huida, en Editorial Laborde, que fue traducida al alemán y publicada en 2022 por Draupadi Verlag con el nombre Die Flucht. Participa en los libros Crónicas de un planeta herido (Círculo Rojo, 2021), El otro, relatos en el espejo (Estugraf, 2023) y Mudar de piel (Ediciones Contrabando, 2024). Actualmente trabaja en su segunda novela.
Resumen.
Este artículo propone una aproximación divulgativa y académica a la figura y la obra de Hebe Uhart, una de las narradoras más singulares de la literatura argentina contemporánea.
La estructura del texto se organiza en apartados que recorren su trayectoria vital, su relación con el mundo editorial, la recepción crítica y, sobre todo, las claves estilísticas que hacen de su obra un territorio único, escrito con un tono que combina la claridad divulgativa, la precisión conceptual y la referencia crítica apoyándose para ello en ejemplos concretos, citas y descripciones que muestran cómo la autora convierte lo aparentemente insignificante en materia literaria.
En definitiva, el artículo avanza de lo personal a lo literario a través de una crítica que busca comunicar con sencillez, observar con atención y dar voz a lo cotidiano. El resultado es un texto que invita a leer a Uhart desde la doble perspectiva de la vida y la obra, y que propone al lector un recorrido crítico pero también sensible a la dimensión humana de su escritura.
Palabras clave: Hebe Uhart, Narrativa argentina, cotidianidad, escritura creativa.
Abstract.
This article proposes a divulgative and academic approach to the figure and work of Hebe Uhart, one of the most singular narrators of contemporary Argentine literature. The structure of the text is organized into sections that trace her life trajectory, her relationship with the publishing world, the critical reception, and above all, the stylistic keys that make her work a unique territory. It is written in a tone that combines divulgative clarity, conceptual precision, and critical reference, relying on concrete examples, quotations, and descriptions that show how the author transforms what seems insignificant into literary material. Ultimately, the article moves from the personal to the literary through a critique that seeks to communicate with simplicity, observe attentively, and give voice to the everyday. The result is a text that invites readers to approach Uhart from the dual perspective of life and work, offering a critical journey that is also sensitive to the human dimension of her writing..
Keywords: Hebe Uhart, Argentine narrative, everyday life, creative writing.
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Cuando me invitaron a escribir para esta revista una reseña sobre una escritora argentina a elección, supe de inmediato que sería sobre Hebe Uhart. No solo por la admiración y el placer que me produce leerla, sino también por la posibilidad de dar visibilidad a una autora excepcional e invitar a posibles lectores a descubrir su obra.
A Uhart, que comenzó a publicar en 1962, se le ha negado reconocimiento y difusión hasta más allá del año 2000. Sin embargo, su calidad como escritora ha sido siempre un secreto a voces entre sus pares. Haroldo Conti, escritor y periodista, la comparaba con Carson McCullers. Elvio Gandolfo, escritor y crítico, ha dicho de ella: «Hebe Uhart se encuentra entre aquellos escritores donde un modo de mirar produce un modo de decir, un estilo…» y la ha comparado con Felisberto Hernández, Mario Levrero, Juan José Millás, Clarice Lispector y Rodolfo Fogwill. El mismo Fogwill ha llegado a decir que Hebe Uhart era la mejor escritora de Argentina. Ella ha negado siempre esta declaración y no por falsa modestia. Uhart no creía ni en los elogios ni en las críticas, ni siquiera en los premios. Como Unamuno, ella no se definía como «escritora» sino como una «persona que escribe», considerando el escribir como un rol más de su vida, igual de importante a muchos otros que había ejercido, como la docencia. «No hay un solo rol en la vida y es mentira que una persona solo sirva para una cosa», explicaba en las entrevistas. En sus últimos años de vida declaraba que su gran deseo hubiera sido dedicarse a la observación de los animales, especialmente los monos, y a analizar sus lenguajes.
Fue recién a partir de ser publicada por la prestigiosa editorial independiente Adriana Hidalgo en el año 2003 que Hebe Uhart fue ganando premios (Premio Konex de Platino en 2014, el Premio del Fondo Nacional de las Artes en Letras en 2015 y el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en 2017) y reconocimiento, lo que le abrió las puertas a congresos de literatura y entrevistas. Pero ya llevaba treinta y ocho años de escritura y dieciséis libros publicados cuando recién una importante editorial se interesó por ella e incluyó su obra bajo el título Relatos Reunidos en la misma colección en la que había publicado los cuentos de Faulkner, Nabokov, Yourcenar, Cortázar… Aun así, apenas se la conoce en Europa y solo unos pocos libros de toda su obra han sido traducidos a otros idiomas (inglés e italiano).
Yo misma llegué a Uhart por un camino lateral: antes de leerla como narradora, la conocí como maestra, a través de Las clases de Hebe Uhart. Ese libro singular no fue escrito por Uhart, sino por Liliana Villanueva, una de sus alumnas más fieles, quien durante más de diez años tomó notas en los talleres y luego las organizó, pulió y transcribió. El resultado es un manual entrañable en el que Uhart transmite técnicas narrativas de un modo sencillo y cercano, sugiere y comenta lecturas, corrige con delicadeza a sus alumnos. Uhart impartía talleres de escritura a pesar de no creer que se podía enseñar a escribir, para ella, el taller era un lugar de encuentro, de motivación, de estímulo. Con Uhart, aprender no era absorber teoría, sino entrenar la mirada. Sus clases no aspiraban a formar escritores, sino a observadores. Desechaba de plano las historias grandilocuentes que traían los alumnos primerizos y les sugería recurrir a historias de la infancia para empezar. La autora del libro lo explica así:
Lo que yo no sabía en ese momento era que la propuesta de escribir sobre la infancia es una estrategia de Hebe. La crónica de la infancia es un buen tema para el que empieza a escribir, porque el primer personaje somos nosotros mismos. Somos nosotros mismos y somos otros, nos ubicamos en un tiempo y en una edad determinada, con el asombro de la infancia, donde todo se da por primera vez.
(Pos. 60).
La dificultad de enseñar a escribir, según Uhart, reside en el hecho de que el escritor trabaja consigo mismo, debe conectarse con sus sentimientos, sus prejuicios, sus ideas, desdoblarse y verse desde afuera. También debe mantener el ánimo «a media rienda», no caer en extremos emocionales, ni exaltación ni depresión; un cierto equilibrio emocional garantiza, según ella, un resultado satisfactorio. Villanueva resume así su experiencia en el taller:
En el taller de Hebe aprendí que para escribir no importa el hecho en sí, sino cómo ese hecho repercute en mí o en el personaje; aprendí que el desdoblamiento al estilo de Felisberto (Hernández) es necesario para verse a sí mismo y que hay personajes que puedo usar y otros no, y que la literatura está hecha de detalles, que un adjetivo cierra y una metáfora abre, que siempre hay que volver al eje, que la puntuación es la respiración del texto y que no hay que aferrarse a las palabras ni dejarse llevar por ellas porque son arenas movedizas de las que hay que desconfiar. Entendí que cuando en un texto hay mucho odio o rencor el personaje es uno mismo, uno es ese odio y es ese rencor y si uno escribe hay que hacerlo desde ahí, trabajando ese sentimiento a fondo. Aprendí que hay temas que son para mí y otros que no, como un vestido que aunque me guste, no va a quedarme bien. Entendí también que hay historias que debo guardar para un momento más oportuno en la vida −como la del ruso que todavía me persigue− y que escribir es sobre todo comunicar, convertir un hecho personal en algo de interés para el otro. Y que el humor sale del perdón, el humor es un puente y, en el mejor de los casos, es también una cortesía hacia el lector.
(Pos. 72).
El libro de Villanueva y la concepción de la escritura que Uhart transmite en sus clases despertaron mi interés en conocerla mejor y adentrarme en su mundo ficcional. Vale la pena revisar algunos momentos de su vida, dado que muchos de sus cuentos se inspiran en episodios personales. Cuando Mariana Enríquez le pregunta en una entrevista a Uhart, si la memoria familiar es una fuente esencial de su literatura, ella responde:
Yo creo que toda la literatura es un ejercicio de memoria. A mí las historias familiares me gustan mucho, porque allí suelen aparecer otros temas que me interesan, desde el ascenso social hasta las migraciones. Pero, en realidad, creo que crecer en un pueblo es un aprendizaje literario, porque cuando uno es chico entra a muchas casas y conoce muchas realidades. Y si tiene familia extendida, más casas aún, y con más confianza.
Uhart nació en 1936 en la ciudad de Moreno, provincia de Buenos Aires. Suele atribuir su interés por las historias al hecho de haberse criado en un pueblo, donde «todos se saludan y se cuentan chismes». «Un cuentista es un chismoso refinado», dijo alguna vez con humor. No provenía de una familia de intelectuales ni fue una lectora precoz: en su casa solo había libros religiosos, de modo que sus primeras lecturas fueron vidas de santos e historias bíblicas. Su único hermano llegó a ser cura. Tampoco tuvo una vocación temprana por la escritura; según contaba, escribía apenas cuando no tenía nada mejor que hacer, como jugar con otros chicos o visitar a su tía «loca». Esa tía —diagnosticada con esquizofrenia paranoide, habitante de una casa espléndida que terminó destruyendo a fuerza de baldazos de agua— se volvió una figura decisiva en su imaginación: una fuente inagotable de asombro, desconcierto y fascinación narrativa.
Descubrió la buena literatura relativamente tarde, cuando un primo culto le recomendó leer a Vallejo, Neruda y Guillén. Ese hallazgo fue decisivo; desde entonces la lectura se volvió una pasión que ya no abandonó. Uhart se definía a sí misma como una lectora anárquica, guiada más por la curiosidad que por cualquier canon.
A los diecisiete años comenzó a estudiar Filosofía, impulsada solo por el interés que le había despertado la materia en el colegio secundario. Para sostenerse económicamente, empezó a trabajar como maestra en una escuela rural. De esta forma simultaneaba dos mundos muy diferentes, por un lado las aulas pobres con niños carenciados y, por el otro, las clases de la Facultad de Filosofía y Letras, donde se discutía a Nietzsche, Kierkegaard o Sartre. La universidad le brindó la posibilidad de conocer a personas de entornos muy distintos al suyo y vivir experiencias que ampliaron su horizonte. Pero nunca dejó de sentirse un «sapo de otro pozo». Y aunque pronto también se desencantó del estudio formal, el academicismo y la erudición, terminó la carrera por mandato materno: «Mi madre decía que las cosas hay que terminarlas».
Sin embargo, fue el trabajo en las escuelas pobres el que dejó una huella más visible en su escritura. Esa experiencia vuelve, transformada, en muchos de sus cuentos. Dos ejemplos evidentes son «Una se va quedando e Impresiones de una directora de escuela», donde el universo escolar precarizado se convierte en auténtica materia narrativa.
A los veintitrés años se marchó a vivir a Rosario y allí, animada por un amigo al que ella reconoce como su mentor, publicó, sin demasiado éxito, en una pequeña editorial independiente un primer libro de relatos, Dios, San Pedro y las almas, que había escrito alrededor de los dieciocho años y que había mantenido en secreto. Poco más sabemos de esta época rosarina, solo que había ido allí para olvidar un amor con un hombre casado.
Uhart cuenta mucho más sobre su regreso y su vida posterior en Buenos Aires. En Plano americano, el libro de perfiles de escritores de la escritora y periodista Leila Guerriero, Uhart no duda en admitir la dureza de aquellos años:
Cuando volví a Buenos Aires vino una época de disipación. Tuve un novio borracho. Lo que pasa es que mi casa era un lugar muy triste. Mi papá había muerto de enfisema, mi hermano se había muerto, mi tía loca estaba viviendo ahí. (…) Así que en medio de todo esto, estar con el borracho era como un carnaval. Andábamos por ahí, vivíamos en casa de amigos…
(p. 468).
En el mismo libro, Irene Gruss, gran amiga de Uhart, completa el cuadro:
Sus amigos eran intelectuales marginales, gente sin ningún sentido práctico. Había mucho alcohol y se enganchó con eso y empezó a tomar. Aparecía borracha en las editoriales y se ganó una fama horrible. El mundo literario la rechazaba pero, qué curioso, no rechazaba a escritores varones alcoholiquísimos. Hubo mucha discriminación por el hecho de ser una mujer. Cuando la conocí ya no tomaba. Zafó por ese ascetismo que ella tiene, y porque no es autocompasiva ni melancólica.
(p. 469).
Hebe Uhart vivió siempre de la docencia. Cuando el desgaste de trabajar en escuelas sin recursos —con poco personal y muchas carencias— se volvió insoportable, dejó ese ámbito y pasó a dar clases particulares y en una escuela secundaria. Volvió a la Filosofía cuando ingresó como docente a la Universidad de Buenos Aires y la de Lomas de Zamora. Tras jubilarse, abrió su taller de escritura en su casa de Almagro, un barrio de clase media de Buenos Aires. Ese taller se convirtió en uno de los más prestigiosos de la ciudad y por él pasaron varios escritores que hoy son conocidos en el panorama literario argentino. También se decía que era de los más baratos. Uhart lo explicaba con su humor característico: «No quiero tener más de lo que tengo… Me gusta estar así, en el medio. Por ejemplo, el hotel: a mí me gusta el tres estrellas, no más.»
Su relación con el mundo editorial fue difícil, independientemente del tamaño o prestigio de cada sello. Irene Gruss, en entrevista con Leila Guerriero en Plano americano lo resume así:
…con Hebe hubo mucha discriminación, mucho maltrato. Las editoriales le han hecho de todo. No pagarle adelantos, quedarse con derechos. Ahora muchos la leen porque hay que leerla. Pero incluso hoy hay gente que te dice: «Sí, es buena. Pero no me digas que no es una loca de atar.» Quedó muy estigmatizada.
(p.472).
A Hebe le importaba mucho publicar y agradecía a quien quisiera editarla. Pero todo lo que rodeaba al libro y su edición no le interesaba. No se fijaba en las portadas y si había que cambiarle el título o reescribirlo, lo hacía sin protestar. Nunca se enfrentó a sus editores.
Hebe era una figura mansa, modesta y sin estridencias, pero al mismo tiempo «rara», ligeramente excéntrica. En las entrevistas se la ve saltar de un tema a otro, divagar con gracia, contar anécdotas que la divierten y reírse de sí misma. Siempre mantuvo un perfil bajo: no se atribuía importancia, prefería la discreción y defendía su gusto por lo moderado. «El éxito inmoderado me haría mal», decía con naturalidad. Y lo reafirmaba cada vez que podía: «La escritura nunca fue la profesión con la que me gané la vida, ni lo será.»
Se le ha hecho fama de naif, pero nada más lejos de la realidad. «Yo tengo la técnica de hacerme la estúpida y pregunto lo que yo ya sé, pero no soy naif», dijo en una entrevista. Hebe se cuestionaba simplemente cosas básicas que tomamos por dadas sin pensar, como por qué al llorar nos sale agua de los ojos, o por qué en la peluquería el pelo se corta a la vista de todo el mundo mientras la pedicura trabaja oculta en un cubículo.
Podría caminar un poco a la tarde, pero debo poner coto al «todo vale» porque se me hace que caminar a la tarde es un acto absurdo. ¿Para qué está hecha la tarde? Para esperar el atardecer; quiero ver cómo atardece. Está mal decir «se hizo de noche» porque no se hace de repente. A la mañana, sí; el sol sale de repente; ilumina todo. A la tarde se va haciendo lentamente de noche. Ahora el tiempo me parece paradójicamente más corto y más largo a la vez. No suspendo el tiempo en función de algún hecho central en el que antes ponía todas mis fantasías; ahora es como si todo fuera importante e irrelevante a la vez.
(Un día cualquiera, p. 223).
Lo que descubrí en su obra coincide plenamente con la manera de estar en el mundo que transmitía en sus clases. Hebe Uhart tenía un don: sabía mirar. Miraba con una distancia atenta y una ternura que no parecía agotarse nunca. No le interesaba tanto qué decían los personajes como cómo lo decían; cómo caminaban, cómo se movían, cómo se quedaban callados. Ese modo de observar, curiosa e intensamente, es el que ella trasladaba a la escritura.
De este modo, Uhart también buscaba aquello que nos diferencia, lo que nos separa de los comportamientos esperables, para así llegar a la esencia de cada persona. Y lo lograba apoyándose en un asombro permanente: el asombro de un niño que descubre el mundo por primera vez, o de alguien que acaba de aterrizar en este planeta. Alejandra Costamagna, en Revista Dossier : UDP, amplía el concepto:
Es la visión que podría tener un niño, se ha dicho. Y es cierto. Pero un niño, yo especificaría, que maneja las herramientas reflexivas de un adulto que viene de vuelta. Un adulto que mira como un niño que mira como un adulto. Y ese cruce entre la percepción sin moldes de la supuesta infancia y la experiencia de la supuesta adultez genera una lengua nueva, tan genuina como impredecible.
El relato de Uhart es sus peripecias y vivencias diarias pero también, como siempre, la novela familiar: Moreno, la familia inmigrante y el ascenso social; su tía loca que tiraba baldes de agua a las paredes, protagonista de decenas de cuentos; su experiencia como docente en colegios rurales, los vecinos, los viajes a Buenos Aires a comprar ropa. Analiza su mundo con la atención de un arqueólogo, bucea en su memoria para no dejar olvidado ni el más mínimo detalle, buscando aquello que nos demuestre que lo más común del mundo es, en realidad, profundamente extraño.
También en sus cuentos poblados de personajes ajenos a ella —vecinos desconcertados, pigmeos, señoras de ciudad, turistas, mucamas, niñas—, se despliegan los temas cotidianos que recorren toda su obra: el desgaste de las rutinas, los pequeños malentendidos domésticos, las conversaciones que se eternizan sin llegar a nada, la sensación de ser o de sentirse extranjero en un barrio que permanece igual o que cambia demasiado rápido.
Podría decirse que en los relatos de Hebe Uhart no pasa nada. Y probablemente sea cierto. Pero habría que acotar: nada extraordinario. Ella dice que siempre ha huido de los grandes temas: el amor, la muerte, la libertad… pero yo no estoy de acuerdo. Creo que Hebe llega a ellos por caminos que pueden parecer superficiales, banales. Pero la «nada» en Uhart nunca es vacío. En su escritura, la profundidad habita la zona ambigua de lo aparentemente insignificante.
En su literatura, Uhart nos recuerda permanentemente que contar la vida en su cotidianeidad es suficiente. Que el mundo se revela cuando una aprende a mirarlo de cerca. Que un personaje no necesita hazañas para ser memorable: basta con que respire, y que alguien lo mire sin prejuicios. Hebe encontró en la aparente pequeñez del mundo cotidiano un territorio amplio, misterioso y profundamente humano. Mientras otros buscan la gran trama, el conflicto decisivo o el giro espectacular, Uhart elige detenerse en lo que casi nadie mira: un gesto torpe, un comentario suelto, una frase desviada, una forma peculiar de caminar. Allí, en ese recorte microscópico, ella descubre lo que para muchos pasa inadvertido: que la literatura está en el detalle.
Aquí estoy acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas. Me produce placer observar cómo crecen con tan poco; son sensatas y se acomodan a sus recipientes; si éstos son chicos, se achican, si tienen espacio, crecen más. Son diferentes de las personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida. En eso pienso cuando riego y trasplanto y en las distintas formas de ser de las plantas: tengo una que es resistente al sol, dura, como del desierto, que tomó para sí sólo el verde necesario para sobrevivir; después una hiedra grande, bonita, intrascendente, que no tiene la menor pretensión de originalidad porque se parece a cualquier hiedra que se puede comprar en todos lados, con su verde tornasolado. Pero tengo otra hiedra, de color verde uniforme, que se volvió chica; ella parece decir: «Los tornasoles no son para mí»; ella responde creciendo muy lentamente, umbría y segura en su cautela. Es la planta que más quiero; de vez en cuando la guío, yo comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero guiar.
(«Guiando la hiedra», Relatos reunidos, p. 198).
Si algo comparten sus personajes es cierta divergencia de la normalidad. No son personajes diseñados para cumplir un rol narrativo; son personas. Gente que piensa mal, que habla de más, que dice frases incompletas o hace preguntas inoportunas. Gente que no entra fácilmente en categorías. Uhart los mira con ternura, también con un humor sutil, pero nunca los ridiculiza. El mundo de Uhart no es extraño en sí; es nuestra realidad cotidiana vista desde otro ángulo. Ahí surge su encanto. Sus personajes no son excéntricos porque se aparten radicalmente de la norma, sino porque Uhart revela que nadie es completamente normal cuando se lo observa con verdadera atención.
Esa mirada hacia lo cercano está estrechamente ligada a su lenguaje coloquial, que no es casual ni descuidado, sino profundamente trabajado. A la atenta mirada de Uhart hay que agregarle un oído finísimo, excepcional para captar tonos, frases, palabras de otros lugares (le encanta el modo de hablar de los paraguayos), giros, repeticiones que ella transforma en materia narrativa. La oralidad es el corazón de la escritura de Hebe Uhart. No la usa como un adorno ni como una imitación de cómo habla la gente, sino como una forma de mirar el mundo: escuchar para poder escribir, y escribir para que otros escuchen algo que quizás había pasado desapercibido o ignorado. Su estilo nace del habla cotidiana, su prosa es limpia, precisa, modesta. «A mí no me interesa escribir lindo», decía. Para Uhart escribir es comunicar. También es darle voz a los que no la tienen, los indios, las mucamas, los emigrantes, la gente común que puebla sus relatos y crónicas. Nada suena solemne ni erudito en sus textos, solo alguien contando algo que vio, que oyó o que le llamó la atención. Esa es la marca de su escritura: una oralidad que parece espontánea, pero está cuidadosamente construida para que suene verdadera.
Yo sé que en realidad van a retozar al campito que está al lado, pero van muy contentos. Además a los seres vivos que hay adentro de la laguna los conocen como si los hubiesen parido; son ranas, lombrices y cuando llueve más, pescaditos chicos. Cuando vuelven, colorados por haber corrido, les pregunto:
—¿Estudiaron el ecosistema?
—Sí —dicen entusiasmados—. Aquí trajimos la lumbrí.
—La lombriz —dice la maestra—. Cómo vas a decir la lumbrí.
Yo he notado que cuando la maestra corrige a ninguno le gusta repetir correctamente: hacen silencio. Y si la maestra les dice:
—A ver, decí «lombriz».
Dicen «lombriz» con voz mortecina y triste. A mí también me gusta más «lumbrí» que lombriz; es como más humilde, umbrío, íntimo; lombriz es algo más seco.
(«Impresiones de una directora de escuela», Relatos reunidos, p. 147).
En los últimos años Uhart se dedicó a escribir exclusivamente crónicas. Le permitía unir dos actividades que le gustaban: viajar, de preferencia sola para poder charlar con la gente, y escribir. Es en sus crónicas donde Uhart desarrolla especialmente esta poética de la observación y la escucha. En sus viajes por pueblos, ciudades chicas o países lejanos, de preferencia latinoamericanos, no se concentra en monumentos o grandes relatos, sino en lo que cualquiera podría pasar por alto: la forma en que alguien ofrece una taza de té, la manera en que un chofer nombra las calles, ritmos de habla, gestos cotidianos, costumbres inesperadas y modos locales de ver el mundo. Su escritura viaja, pero no para acumular datos, sino para afinar la percepción. Sus crónicas son menos relatos de viaje que diarios de observación.
La idea de que escribir es comunicar es el principio básico de la narrativa de Uhart. No presumir, no mostrar destreza, no levantar una arquitectura literaria innecesaria: solo comunicar. Su prosa transparente no es señal de simplicidad, sino una forma de ética. Confiaba en que la claridad, el humor y una mirada limpia podían tender un puente hacia el lector, y en sus textos ese puente siempre aparece. Su literatura no pretende explicar el mundo ni ordenar lo que observa: simplemente registra, con paciencia y atención, aquello que podría pasar desapercibido si nadie lo anotara.
Sus textos, lejos de juzgar o interpretar, se ofrecen como un modo de estar en el mundo: mirar sin prejuicios, escuchar sin apuro, dejar que la vida común se revele por sí misma. Ese es su legado.
https://www.youtube.com/watch?v=xDFOKBJfxqw&t=93s
FUENTE, Adiana de la (2025). «Hebe Uhart (1936-2018). El arte de narrar lo cotidiano». Letra 15. Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo». Año XII. N.º 15. ISSN 2341-1643 [URI: https://www.letra15.es/L15-15/L15-15-19-AdrianadelaFuente-HebeUhart(1936-2018).Elartedenarrarlocotidiano.html]
Recibido: 23 de noviembre de 2025.
Aceptado: 28 de noviembre de 2025.
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