Sección CARPE VERBA

Azucena Pérez Tolón
Licenciada en Filología Hispánica y Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Se ha ganado la vida, desde 1982, como Profesora de Lengua y Literatura en diversos Centros Públicos de la Comunidad de Madrid, en la que también ha sido Asesora de Formación del Profesorado. En los años 90 ejerció su labor periodística en RNE y Onda Cero. Es coautora de varios libros de texto de Educación Secundaria y Bachillerato de la Editorial Casals. Ha colaborado en diversos proyectos educativos y culturales como Guía didáctica para la visita del Museo del Romanticismo en Madrid. Ha publicado la novela El peso de la ausencia con el sinónimo de Azucena Charmes. Actualmente ya jubilada ha retomado su gran pasión por la creación literaria y dedica gran parte de su tiempo a escribir. Es, además, la secretaria de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» y cofundadora de la revista Letra 15.
Casilda Valero se ha despertado temprano. Una sensación agridulce le oprime la boca del estómago. Ha dormido varias horas seguidas, incluso ha soñado con su pueblo y sus amigas de la infancia. Todo ha sido tan real que al despertar creyó por un momento que tenía diez años y su hermana Isabel estaría en la cama de al lado. Pronto el dolor de espalda la ha devuelto a la realidad. Intenta levantarse sola pero no puede.
─Mary ─grita─¿dónde estás?
Mientras espera a la muchacha se contempla en el espejo del tocador, apenas se reconoce, sus ojos azules de los que estaba tan orgullosa apenas son dos motitas grises en medio de un rostro demasiado afilado.
─Cómo es posible ─dice en voz alta─ parezco una calavera andante.
Hace unos días que Casilda ha cumplido cien años, una cifra redonda, impensable para ella cuando era una niña desvalida allá por los años treinta del siglo pasado. Esa mañana siente con más fuerza si cabe la incertidumbre del porvenir, como si los cien años fueran la meta y ya no le quedara empuje para seguir luchando por la vida. Ha entrado en el club exclusivo de los centenarios con la cabeza en su sitio y con una energía que ya quisiera una de setenta. Ahora hay muchas personas que llegan a los cien ─repite Casilda cuando alguien se sorprende por su edad─, pero en el fondo ella sabe que es toda una proeza reservada para unos pocos.
Mary, que en realidad se llama Luisa, una peruana bajita pero robusta la ayuda a asearse y la acomoda en el sofá del comedor frente a la ventana donde pasa gran parte del día.
─¡Hala! Tú a tus tareas, hoy se te han pegado las sábanas.
─SÍ, claro, señora, ahí le dejo las pastillas, ahora le traigo el desayuno.
Mary desaparece hacia la cocina y ella se queda sola.
Después de la primera tanda de pastillas y antes de desayunar elabora su primera lista. Tiene una libreta para tal menester. Se la han regalado en la farmacia, en realidad es para apuntar la tensión, pero la utiliza para sus listas. Son muy importantes para ella. Cómo hoy tiene la nostalgia subida, se ha acordado de su pueblo en la sierra del Segura del que salió a los quince años y al que apenas ha vuelto en dos o tres ocasiones a lo largo de su vida. Su primera lista del día va dedicada a la infancia y a la amistad. Adopta un rostro pensativo, arruga el entrecejo y se muerde ligeramente el labio inferior como si al perforar en el pozo de los recuerdos necesitara empeñar los cinco sentidos. Escribe con letra temblorosa, agarrándose con ansia al lapicero para que no se le escape.
Casilda apenas tiene recuerdos agradables de la infancia pero ahora esos lugares que ha escrito en el papel le parecen bonitos y siente algo parecido a la añoranza. No conoció a su madre, murió tres semanas después del parto, a consecuencia de unas fiebres tifoideas, así que la niña, huérfana de madre, se fue convirtiendo también en un estorbo. Sus tres hermanas mayores se turnaban para ocuparse de ella sin mucho entusiasmo, pero desde el principio Casilda mostró fortaleza y ganas de vivir. Su padre se volvió a casar y se olvidó de la criatura, total era la cuarta hembra, si hubiera sido un varón las cosas habrían podido ser diferentes.
Repite en voz alta los nombres de la lista, sus primeras amigas, su primer amor, recuerdos borrosos de una época lejana que se pierden en algún rincón de la memoria
Todos habrán muerto ya ─piensa─, eran de mi quinta, año arriba. año abajo,
Rememora, sin esfuerzo, el patio de la escuela del pueblo, los juegos infantiles, el empeño de la maestra en que aprendieran a leer y escribir, luego la guerra, el miedo, la miseria, el hambre. Se le llenan los ojos de lágrimas. En los últimos tiempos está muy sensible, más de lo que es habitual en ella.
Casilda deja la libreta y se dispone a desayunar, la muchacha le acerca el vaso de leche con galletas. Intenta ayudarla.
─Quita, ya puedo yo.
─Como guste, señora Casilda.
La anciana es orgullosa, presume de fuerza y autonomía, cree que no necesita a nadie, podría estar sola perfectamente, aún puede asearse casi sin ayuda, hacerse la comida, limpiar su casa, poner la lavadora y hasta planchar si no fuera porque la pierna izquierda ya no la sostiene desde que se rompió la cadera el pasado verano.
Su hijo Ignacio, el único que le queda, se empeña en que tenga una muchacha para que la ayude y le haga compañía, pero ella protesta un día si y otro también. No la necesita. No se fía. Considera que esas señoras, que hablan un español que no entiende, no saben ni freír un huevo, ni limpiar los cristales, mucho menos cuidar de ella. Asegura que la sisan en la compra y ella mira y remira con una lupa el tique de mercadona como si fuera Sherlock Holmes. Solo vienen a pasar el rato y llevarse los buenos cuartos ─cuenta a todo el que la quiera escuchar─, en mi época había que trabajar duro, si no, a la calle, pero ahora que si descanso después de comer, que si días libres, vacaciones, todos derechos, ninguna obligación.
A Casilda le gusta discutir y polemizar. Siempre está en guardia y enfurruñada como si la vida le debiera algo. No se deja intimidar fácilmente, expone razonamientos que sorprenden para su edad y nunca da su brazo a torcer. Cuando se siente acorralada llora como una anciana desvalida para apaciguar al contrincante. Casi siempre le sale bien la jugada. Casilda es lista, una auténtica superviviente.
─A mi nadie me ha regalado nada ─susurra entre dientes.
Después de desayunar, se dispone a hacer su segunda lista del día:
Casilda Valero alardea de tener muy buena memoria, más que algunos jóvenes que no saben dónde tienen el pie izquierdo. Ella se esfuerza en no olvidar, para eso lo de las listas. La anciana guarda con celo un viejo cofre que contiene las cosas de valor que ha ido acumulando en su vida. Los sábados por la tarde cuando la peruana sale de casa, ella saca del escondite el preciado cofre y revisa cada una de las joyas, las limpia y las ordena en cajitas. Muchas de ellas pertenecieron a su hermana Isabel, ya fallecida, a la que Dios no quiso dar hijos por lo que ella las guarda como un tesoro.
El recuerdo de su hermana le arranca de nuevo las lágrimas, se suena ruidosamente y suspira. Casi todo se lo debe a Isabelita, ella fue quién la rescató de la miseria y el abandono y la trajo a la capital a empezar una nueva vida. Sobrevivieron en el Madrid de la posguerra, soportaron penurias, superaron estrecheces y se forjaron un carácter fuerte que Casilda aún conserva intacto. Fue niñera, dependienta y ayudante de peluquería hasta que se casó con Juan, luego además de madre y esposa ayudaba en la tienda familiar. Siempre se le había dado bien vender, tenía don de gentes como se decía entonces. Aquellos años fueron los más felices de su vida, disfrutó mucho con los hijos y la familia hasta que la muerte se cruzó en su camino y todo se desmoronó, Juan murió al poco de cumplir los cuarenta y ella quedó viuda con dos hijos adolescentes.
Todo lo del cofre será para Silvia, la hija de Ignacio, su única nieta a la que adora, a pesar de que no la visita tanto como ella quisiera. A veces en algún arrebato, llena de frustración se propone donarlo todo a las hermanitas de la caridad, pero es un pensamiento pasajero, en el fondo sabe que quedarán en la familia, su más preciado tesoro.
Los jóvenes son egoístas ─piensa─, creen que nunca necesitarán nada pero ya llegarán a mi edad y se darán cuenta. Su nieta pasa semanas enteras sin visitarla, sin llamarla siquiera por teléfono y lo que es peor no le devuelve las llamadas, ella es vieja pero sabe que los números quedan grabados en los móviles, así que si no la llama es porque no quiere. Eso sí, siempre tiene la excusa perfecta: el trabajo, los niños, excusas y más excusas ─refunfuña Casilda─, el que quiere, puede.
En un arranque de victimismo, la anciana recita en voz alta como si estuviera encima de un escenario:
─Los viejos somos un estorbo, a ver que pinto yo aquí ya, si no valgo para nada, no oigo bien, veo borroso y me duelen todos y cada uno de los huesos de mi cuerpo. Me alimento de sopitas porque apenas puedo tragar y encima mis nietos no vienen a verme ¡Mísera vida! Dios debía llevarnos de este mundo el día en el que ya no podemos cuidar de nosotros mismos. Es humillante que una desconocida te lave el culo como si fueras un bebé, que te acerquen la cuchara para sorber la sopa y se derrame por la pechera. La vejez es triste, fea, solitaria, una mierda ─concluye para sus adentros.
Todos los días son iguales para Casilda. Sus recuerdos, sus listas, su mal humor. Después de comer, se adormila en el sillón frente a la ventana con la tele puesta. Vuelve a soñar con el día del cumpleaños, aquel restaurante tan fino, su hijo Ignacio y su nuera, su nieta, con su marido y sus dos hijos. Casilda Valero no se emociona fácilmente, pero sus biznietos lo consiguieron ese día con un regalo insignificante que habían comprado en los chinos, se trataba de unos globos gigantes dorados que componían el número mágico 100, los posaron en el techo del restaurante, de tal manera que todos los comensales de las mesas vecinas se admiraron de que aquella mujer menuda cumpliera tal cantidad de años, todos aplaudieron cuando ella sopló las velas de la tarta, que un amable camarero llevó a la mesa, con la luz apagada, mientras sonaba el cumpleaños feliz. Se sintió como una estrella de Hollywood, nunca antes había sido tan claramente el foco de atención. Casilda se emocionó entonces y se emociona ahora al recordarlo.
Se despierta pensando en lo corta que es su familia e irremediablemente se pone triste, el recuerdo de su hijo mayor, fallecido, la angustia hasta faltarle el aire. Sus ojillos grises se humedecen. Se espabila un poco y toma en sus manos la fotografía de Francisco, la acaricia con ternura, su ausencia, sigue siendo algo incomprensible para la anciana, un dolor profundo que le reprocha a Dios cada día. Ella ha visto morir a su padre, a sus hermanas, primos y tíos, también a su marido, pero ver morir a un hijo es otra cosa, no puede explicarlo, no le entra en la cabeza. Francisco murió de forma repentina, una noche de mayo, de un paro cardiaco. Casilda sigue sin superarlo, al principio creyó que no le sobreviviría, que moriría de pena, pero Dios tenía otros planes y ahí seguía vivita y coleando ocho años después.
Por su tozudez, Casilda no solo ha perdido a su hijo también el contacto con su nuera y su nieto mayor. Por un malentendido. No. Porque se portaron mal con ella. Casilda tiene fuertes convicciones y no perdona fácilmente, con la vejez, además, ha perdido el filtro de las buenas maneras, el miedo a decir lo que piensa. Discutieron, se dijeron cosas irrepetibles y su relación se echó a perder. Parece mentira, con lo que ella ha hecho por la familia.
─Paco, tu sabes que tengo razón ─alza la voz, hablándole a la fotografía─. Sé que tu no pediste eso de la incineración, me lo habrías dicho alguna vez, lo sé. Pero ellos se empeñaron y desapareciste para siempre, sin una lápida en la que ponga tu nombre, sin un lugar donde llevarte flores. Eso es duro para una madre, Paco. Qué les habría costado enterrarte como Dios manda, al lado de tu padre, así descansaríais los dos juntos hasta que fuera yo a reunirme con vosotros. No lo puedo entender por más que me esfuerzo y tu hijo, me dijo cosas muy feas, que si siempre quería imponer mi voluntad, que si estabais hartos de mi. No es verdad, Paco, tu no pensabas eso de tu madre, siempre me entendí bien contigo, fuiste mi apoyo cuando murió tu padre, te he querido más que a mi vida, lo sabes...
Casilda va encogiéndose por el dolor, deja caer la fotografía del hijo, busca nerviosa el vaso de agua que se derrama por el suelo. Blasfema. Acude la muchacha.
─Señora, se ha quedado dormida y botó el vaso de agua por el piso. No se mueva que lo limpio.
─Sí. Date prisa. Se ha puesto todo perdido ¡Vamos, vamos…que es para hoy!
Deja el retrato sobre la mesita. Poco a poco recupera la energía, ya vendrán todos cuando me muera a cobrarse la herencia ─masculla para sí.
Coge de nuevo el lápiz y la libreta, anota:
Casilda Valero se revuelve en la butaca, no sabe si está triste, cabreada, dolida, harta. A estas alturas de su vida los sentimientos se confunden, se mezclan como los ingredientes de un puchero. Le hierve la sangre, está cansada de bregar con los recuerdos, la memoria le juega malas pasadas, ella solo quisiera acordarse de lo bueno pero no es posible y sufre. Es un sufrimiento inútil.
─Señora, ¿quiere que prepare la cena? Aquí le traigo las pastillas.
─Déjame, no tengo hambre.
─Pues es la hora, luego se hace tarde y no puede acostarse con la tripa llena.
─¡Ya ves, con lo que yo como! Come, tú. Eso sí se te da bien, que solo piensas en comer.
La chica desaparece de nuevo, sin inmutarse, como si estuviera acostumbrada a aquellos episodios y ya no le importaran nada. Casilda frunce el ceño, se ha vuelto a contrariar, definitivamente es una abuela cascarrabias. Y qué, tiene derecho a ser lo que quiera, se lo ha ganado. Está en su casa y dice lo que le viene en gana, faltaría más.
Se fija en las pastillas sobre la mesita, se detiene en una de color, azul claro, es bonito. Toma doce pastillas diarias y se pone un parche en el pecho, no sabe para qué sirve cada cosa, pero funciona, su madre murió con treinta y ocho años, entonces no había seguridad social, ni tantas atenciones médicas, ella ha llegado a los cien. ¡Para que luego digan que España no ha cambiado!
No acaba de entender cómo las pastillas saben su cometido, a dónde tiene que ir cada una, si las toma todas a la vez, se mezclarán en el estómago sin ton ni son. Y ese parche, para qué coño servirá si parece una calcomanía.
Cumplir cien años ha sido su última hazaña. Cuando después de Reyes pilló la neumonía y la ingresaron en el hospital, temió por un momento que ese iba a ser el final, pero se empeñó en recuperarse, tenía que llegar al 20 de febrero, el día de su cumpleaños, ahora no iba a fallar, no podía quedarse a las puertas de semejante proeza, nadie en su familia lo había conseguido antes, ella sí.
Se ha hecho de noche. A la chica se le ha olvidado encender la lamparita y Casilda está prácticamente a oscuras. Lleva todo el día con un regusto amargo en la boca y una flojera de piernas que la impide levantarse. Empieza a dudar de si tiene sentido seguir luchando. Vive en tiempo de descuento. Lo sabe. Le pesa la soledad, la tristeza, las decisiones erróneas, lo que hizo mal, lo que dejó de hacer por cobardía o simplemente por descuido. Estira la mano temblorosa en un esfuerzo ímprobo hasta conseguir encender la lamparita. Coge de nuevo la libreta y escribe con letra irregular apenas legible.
Solo Dios sabe para qué sirve tanta pastilla ─resopla la anciana mientras cierra la libreta y la mete en el primer cajón.
A Casilda le asusta perder el oremus y convertirse en un trasto viejo, se esfuerza cada día por recordar, por entender lo que pasa a su alrededor ¡Qué sería de ella! ─piensa─, si no reconociera la casa en la que ha vivido sesenta años, ni el rostro de su hijo o el de sus nietos. Ruega a Dios tener la cabeza en su sitio hasta el final, tampoco quiere permanecer en este mundo más de lo necesario como una silla vieja que da pena tirar a la basura.
Ante estos pensamientos, fija la mirada en un punto incierto de la habitación, su boca dibuja un rictus de amargura, un escalofrío le recorre la columna vertebral, se encoge en la butaca y cierra los ojos.
Cuando los abre, contempla de nuevo las pastillas de la noche sobre la mesa. Las recoge una a una y las introduce en una bolsita de plástico, las remueve y mezcla como en una coctelera. Se levanta del sillón con esfuerzo, apoyándose en el bastón. Se acerca a la ventana y las lanza a la calle, parece una lluvia de caramelos de colorines, como los que arrojan los pajes en la cabalgata de Reyes ─siempre le gustaron las cabalgatas─, flotan un momento en el aire y caen en el pavimento. Algunos viandantes miran hacia el tercero, Casilda se esconde como cuando de niña arrojaba agua por la ventana. Ya en el suelo, el viento las empuja, durante algún tiempo intenta seguir su trayectoria, luego desaparecen en la noche, una joven se agacha, coge una de color rojo en sus manos, la tira a una papelera. La calle retoma su ritmo normal, los coches, los transeúntes, el humo, los ruidos.
Casilda se sienta de nuevo en su butaca, le brillan los ojos, como si hubiera perpetrado la mayor de las travesuras, como si hubiera regresado a la adolescencia, donde todo estaba por hacer, igual que entonces, no sabe qué le deparará el destino, esa es la chispa de la vida.
─A veces hay que ayudar a la naturaleza ─piensa, mientras besa de nuevo la fotografía de su querido Paco.