Javier Pérez-Castilla
El autor (Madrid, 1968) es doctor en Filosofía del derecho (Universidad de A Coruña) y logra el Reconocimiento de Suficiencia Investigadora en la UCM. Autor de obras sobre Literatura española y Literatura comparada, ha impartido cursos de Formación de profesores de Secundaria y colabora asiduamente en revistas educativas de prestigio como Debate profesional, Magisterio o Cálamo. Es consejero del Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid, vicepresidente del sindicato CSI-F y directivo de la Federación de Asociaciones de profesores de Español (FASPE). Ha publicado tres libros de poesía: Los azotes carnales, La curvatura del alma y Cuerno del tiempo.
El poema que ofrecemos es inédito. Se trata de una elegía dedicada a su amigo Adolfo Cueto, poeta que murió el pasado mes de diciembre.
Las conversaciones aplazadas,
las palabras mudas que quedan presas.
Ese recuerdo tuyo, cierto y doloroso
como una enfermedad, me ronda dentro.
Porque hubo fuego en las palabras,
prendidas de amistad y de libros.
Y aquel fuego se apagó violentamente:
cerilla en vendaval.
Ahora maldigo el roto encadenamiento
de abrazos y ausencias que se llama amistad.
Caminábamos los dos, yo vivo y tú ya no,
por este campus oscuro, con árboles
como postes repetidores del dolor.
Siento una tristeza mayor que el invierno.
Indago en el misterio, acecho certezas,
intento comprender lo inefable.
Porque a veces, en estos insomnios,
cuando la cabeza grita,
es imposible oír al corazón.
Madín Rodríguez Viñes
El autor (A Coruña, 1945) estudió arquitectura, fue lector de español en La Sorbona, profesor en centros franceses y americanos, viajero por África, Suramérica… Ha publicado un libro de poemas, La fuente de las aguas, y la novela La convulsión, finalista del Premio Planeta. Los poemas que ahora reproducimos pertenecen al citado poemario.
(diez y media de la noche)
Para qué te dejas
caer con desaprobación
de la vida
si la voz o gesto
de un amigo te levanta.
El misterio está en ser
dignos de esa amistad.
No tejen de ti algo
de antaño.
Ni tratan de confundirse
con escenas repetidas.
Son solemnes algunos
en esperar de ti lo que
puede acontecerte.
Ningún episodio recordarán
de tu niñez obligada entre
otros
Amigos ─algunos─ que os conocí
en el olvido de mí.
Prolijar desde entonces
prometo seguir vivo
Amigos, muchas gracias
del ayer y de hoy
Te diré que lo inequívoco
brota de nuevo con la vida
misma porque tras la tempestad
todo proceso emana la calma.
Te diré que la sustancia no
se fabrica, lo tuyo en sí mismo
es indestructible, eterno: reside
intacto en tu alma.
Te diré que representes lo
natural en pequeñeces, y así
tu infinitud creadora siempre
podrá crecer.
Te diré que los otros demostrarán
darte el reflejo sustraído
de lo que tú les des.
Te diré que sin disputas perdones,
pues ninguna derivación podrá
revelarse cuando rigurosamente
te sabes muy bien.
Te diré que no dramatices
tu valioso exilio constante
ya que la certeza lúcida del
lugar no está aquí, lo considerarás
más adelante durmiendo.
Te diré que alguien espontáneo
te quiere, aunque su pesar no
pueda comprenderte.
Te diré que tus conceptos son
una temporalidad, luego
tu razón una imagen impresionista
de la Historia.
Te diré que debes saber obedecerte,
la autoridad espera tu ruina
incesantemente.
Te diré que mientras estés aquí, digas.
Dinero, libertador
del hombre y la mujer.
Estractificador de casta.
Tu fuerza cambia espantosa
y terriblemente.
Todos tratan de desnudarte,
sin vergüenza.
Comprador de amores, compañía,
paisaje, viajes, emociones.
Néctar venenoso que vigoriza la existencia.
Subastador de ejercicios
de esteta y cultura.
Dominador inevitable de
ideas, principios y finales.
Trágico buzón de mi barriga.
Súplica universal.
Cautiverio cruel para
seguir con vida.
Papel, metafísica, metal,
bioquímica, relatos, música.
Vida… ¡No!
Luis Cañizal de la Fuente
El autor es catedrático de Lengua española y Literatura del Instituto San Isidro de Madrid, donde ha sido docente desde 1976 hasta 2006. Ha escrito y pronunciado conferencias sobre la obra de Manuel Azaña, Eça de Queirós, Pérez de Ayala, Galdós, Torrente Ballester. Ha publicado reseñas en Ínsula y en Quaderni di Letterature Iberiche e Iberoamericane.
Recientemente ha publicado en línea el poemario Notas para la próxima existencia.
luiscanizaldelafuente@gmail.com
El conjunto de estos poemas se podría titular Años y lenguas (que es paráfrasis del título de Gabriel Miró Años y leguas: no sé si es una operación un poco canallita, o simplemente un poco tontaina).
Tendré alumnos sesgados
como lluvia en setiembre,
y entre su yerba nacerán los versos
del mismo dístico o quitameriendas.
Buscarle las raíces de tierra humanitaria
y no olvidar que con el tacto mueren
los pétalos fiados de su malva humilde.
(Uno de setiembre '86.)
Para el alumno Julio Albertos, que me preguntaba cómo nace el poema.
Por no quedar de mí, ya no me queda
ni la memoria del olfato llena
del olor del enebro, ese leño secreto
al que fié mi juventud
y los misterios de mis pies desnudos.
De verdad que este día ya no tengo ni fuerzas
para decir palabras de insensato,
para recriminarme
haber dado por nada lo que nada valía
(¿guardar como una urraca el recuerdo que brilla,
el secreto de un puente sobre el Cega,
aquel puente de tablas
que perfuma la planta que lo pisa?),
haber sentado cátedra en el campo
impartiendo lecciones de vida en teoría
y haber hecho equipaje,
detrás de una sonrisa,
de todo mi pasado,
como si no existiese.
(¿O será que he esperado
ser yo también un puente
tendido a la otra orilla,
para que en el recuerdo
del caminante quede
el olor de mi vida?)
Serranía de Cuenca. Alumnos y profesores viviendo a salto de mata, como guerrilleros, el 18, 19, 20 y 21 de marzo de un año muy remoto.
¿Redujimos a Machado
a un maestrillo de aldea
con hoja de calendario?
(Jaén, Bailén. Qualunquismo!,
sentencian los italianos.
Y caldo de luna llena
sobre rastrojos quemados.)
(Y caldo de luna llena
desde Lisboa, en que era
uña difícil apenas.)
Alumnos-harineros
me ofenden en lo blanco de los ojos
con el azul sin mancha de los suyos
cuando con ellos vuelven por su fuero.
Mira Nero.
Felipe Díaz Pardo
El autor (Madrid, 1961) es licenciado en Filología hispánica, profesor de Secundaria e inspector de Educación. Ha publicado numerosos libros de tema educativo y de creación literaria: novelas (La sombra que nos persigue, La humanidad de los dioses, Tanto motivo sin fisura, La casa de las almas soñadas, La factoría de los sueños, Profundo origen, Tardes en El Edén, Vuelo sin retorno) libros de relatos y cuentos. Presentamos, en esta ocasión, tres microrrelatos entresacados de su último libro titulado Disturbios, Tributos y Cavilaciones (Editorial Acen, 2017).
El SERECINIP, «Servicio de Reprogramación del Ciudadano Insatisfecho con su Nuevo Ideario Personal», ─puesto en funcionamiento por el Gobierno actual, cuando las distintas ideologías al uso, implantadas en la mente de cada uno de los habitantes del país, empezaron a desdibujarse─ se colapsó el día en que se instaló definitivamente en el cerebro de cada uno de los miembros de la masa social el dispositivo que detectaba aflicciones secretas, tales como el llamado sentimiento de culpa por albergar pensamientos políticos poco correctos que, aunque callados u ocultos para no ser descubiertos por la autoridad y los chivatos, estaban presentes en el ánimo de todos.
Sherezade fue contratada por aquella empresa de publicidad cuando recibieron el extraordinario currículum que días antes les había enviado por correo electrónico, acompañado de una fotografía reciente en la que se podía observar la hermosura de un rostro bronceado por el viento del desierto. No en vano, esta bella muchacha había podido mantener en vilo durante más de mil noches a un caprichoso sultán que se empeñaba constantemente en matarla sin motivo alguno. Y es que, hoy en día, con la dificultad que supone conservar intacta la atención de una audiencia televisiva, debido a los obligados y escandalosos cortes publicitarios, el don y la capacidad que aquella joven había demostrado no tenía precio en el mundo del marketing y de las comunicaciones.
Recomiendo empezar la lectura del periódico cada día por la sección de «Necrológicas». Lo aconsejo porque, sabiendo que uno sigue vivo, se disfruta más de la lectura. Por otra parte, es una buena táctica también porque, de dar con algún conocido en las esquelas, cuenta uno con el tiempo necesario para idearse la excusa perfecta que le libre de acudir al ritual de lamentos por tan rutinaria costumbre, como es la de morirse, que tenemos los humanos.
Rommy Rodríguez Garrido
Mi nombre es Rommy Rodríguez Garrido, soy graduada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. He realizado el Máster en Español como Segunda Lengua y el Máster en Formación del profesorado, ambos también en la UCM.
Mientras estaba en su regazo era todo lo feliz que se puede ser en esta vida. Se encontraba calentito al inicio, pero después, iba perdiendo ese calor poco a poco, la frialdad le invadía al tiempo que se iba devanando y sufría la transformación. Su tristeza venía cuando su dueña se quedaba dormida en plena faena. Al cabo del rato, sin querer, se le escurría de entre las piernas y caía al duro y frío suelo, justo ahí empezaba toda su desgracia porque Cheshire se ponía a perseguirlo. Entonces huía despavorido y corría muy rápido por toda la casa, hasta que solo quedaba de él un rastro disperso por el suelo.
Indiscutiblemente la estaban mirando, no había lugar a dudas. Qué caprichosos todos, pasando siempre de un lado para otro, llenos de curiosidad. ¡Estaba harta! Miraba a lo lejos y no podía ver otra cosa que cabezas serpenteando como peces en un río claro. Un día, sin querer, alcanzó a escuchar una conversación entre dos señoronas, en la que mascullaban críticas sobre su pose escandalizadora. Se irritó tanto que todos los colores se le subieron a la cara. Ella no había pedido nacer de esa manera, su padre así lo había querido y no podía hacer nada al respecto. Cada día le resultaba más difícil encajar todas aquellas miradas; aunque se mostraba impávida, por dentro se sentía como un volcán en erupción. Pasaron los años, y un buen día, como por arte de magia, despertó en el cuerpo de otra, que era ella misma a la vez. Vivió feliz para los restos, pero siempre la persiguió el recuerdo de su desnudez.
Jesús Diéguez García
El autor, licenciado en Filología Románica por la Universidad de Salamanca y en Ciencias de la Educación por la UNED, ha ejercido la docencia en diferentes institutos. Es autor de libros de su especialidad, otros infantiles y alguno poético. Entre sus novelas destaca la trilogía de antología novelada: El gran plagio medieval, Salamanca o Antología romántica novelada y Las citas cervantinas.
Ambos relatos son inéditos.
Robert no tenía madre. Su padre le impuso el nombre de Robert pero, en parte por cariño y por su pequeño tamaño, solía llamarlo «Robertito» o simplemente «Tito».
Tito, o Robert si preferís, no sé por qué extraña enfermedad no crecía físicamente; sin embargo su capacidad intelectual se desarrollaba vertiginosamente. A los tres años era un hábil ganador en todo tipo de videojuegos. Pronto usó un vocabulario propio de un adulto y se expresaba en varios idiomas. Su padre comprendió que, aunque torpe en sus movimientos motóricos, su capacidad intelectual era asombrosa. Destacaba en la resolución de problemas matemáticos y lógicos, pero eran visibles dos carencias: su escasa evolución sentimental y su prepotencia. Se sentía superior y se permitía afirmaciones proféticas sobre la especie humana y su inevitable extinción. Quienes le escuchaban no compartían sus tesis y le apodaron como «el arrogante».
Robert, como ya habéis adivinado, es un preciso y repelente Robot.
Hacia las cuatro de la tarde. Domingo. Los niños, alborotados. La madre se acerca. Escucha maullidos y bufidos. Abre la puerta y, en una rápida mirada, comprende todo.
─¡¡Salvajes!! ¡¡Castigados!! ¡Vais a estar un mes sin ver la televisión!
Los gritos de la madre atraen la presencia del marido que se cruza con el gato que huye con los pelos erizados. El padre observa extrañado las tijeras que su hijo tiene en una mano (¿habrá cortado el pelo al gato?), y la servilleta de color rojo que esconde la hija, y escucha las explicaciones de su esposa.
─Pero ¿qué hijos estamos criando? ¿Te imaginas? Han cogido al pobre gato, lo han perseguido, lo han volteado, le han clavado alfileres y el bestia de tu hijo estaba dispuesto a hundirle las tijeras. ¡Qué disgusto!
─Niños, cada uno a su cuarto ─dice el padre─. Reflexionad sobre vuestro comportamiento, hasta que nosotros decidamos el castigo que merecéis. Nuestra mascota es un ser vivo al que hay que proteger, con el que hay que convivir y al que hay que querer.
─¡La canguro! ─añade la madre al oír el timbre de entrada─. Le diré que estáis castigados sin salir de vuestro cuarto hasta que regresemos.
─¡Bien dicho! Y nosotros, cariño, vámonos, que llegamos tarde a la corrida de toros.
A continuación ofrecemos los textos ganadores del III Certamen de Microrrelatos de Misterio para Jóvenes Escritores organizado por nuestra Asociación, en colaboración con el IUCE de la Universidad Autónoma de Madrid y el Museo del Romanticismo de Madrid, que ha tenido estas bases y cuyo jurado ha presidido el escritor Javier Ruescas.
Este certamen va dirigido a alumnos de 4º de la ESO de centros docentes de la Comunidad de Madrid.
Una mañana más, subía por las escaleras cubiertas por una alfombra roja como sus mejillas. Sus pequeñas manitas corrían por el pasamanos, tapadas por sus guantes preferidos, de un color blanco impoluto. Su vestido, adornado con detalles dorados y con mucho vuelo, parecía no pesar ese día. La corona de su cabeza brillaba con un tono especial. Parecía un día único, nuevo, lleno de vida. Por fin llegó a esa pequeña sala verde que tanto le gustaba. Se colocó delante del espejo y se arregló un poco. Probó varias poses: con las manos en alto, ladeada hacia la izquierda, seria pero coqueta… hasta que logró alcanzar su favorita, y una vez encontrada esta, sonrió tímidamente. Se retiró uno de sus guantes y esperó la hora con impaciencia. Como todas las mañanas, posaba frente al espejo, mientras que el otro lado, ajenos a todos los misterios que el museo escondía, miles de turistas pasaban. «¡Qué belleza! ¡Qué antigua! ¡Qué bonita era la reina más característica del Romanticismo!» exclamaban asombrados todos aquellos que la veían. Una vez más, la pequeña reina Isabel engañó a los visitantes del nuevo siglo para que entraran a formar parte de su pequeño juego favorito del año 1839.
Ganadores del III Certamen de Microrrelatos de Misterio para Jóvenes Escritores, acompañados por sus profesores y por el presidente del jurado, Javier Ruescas.
Inspirado en «Sátira del suicidio romántico».
Las olas golpeaban con fuerza aclamando mi nombre. La única solución contra el verdugo que me persigue. El dulce dolor que ella me había causado al arrancarme el alma con un beso y luego huir con sus mentiras. El ruido aumentaba al igual que la cercanía. Un dolor caliente se extendía por mi cuerpo. Mi cuchillo casi tan afilado como su mirada. Desde algún lugar ella me observaba con deseo, con desesperación. Yo caía. El escarlata se fundía con el profundo azul. Tan profundo como mi amor. El dolor, al fin, se hallaba lejos; el océano no tanto. Un grito sin nombre es mi último recuerdo.
La joven caminaba con pasos apresurados, se la veía inquieta, nerviosa, giraba continuamente la vista atrás para asegurarse de que no la seguían, sus ojos grandes delataban miedo, el miedo a la muerte. Pese a todo, tenía que continuar con la misión que le habían encomendado.
Pertenecía a una sociedad secreta que protegía el libro «Sibilino» y debían descubrir lo que se hallaba en su interior, necesitaban «La llave de plata». Era la única dispuesta a ponerse en peligro, sin estar cualificada para ello, era una simple secretaria. Se cerró el abrigo largo que llevaba; en su bolsillo interior el paquete que debía de ser entregado se bamboleaba.
Llegó al punto de encuentro, El Museo del Romanticismo.
Al entrar, se dirigió al caballero que se encontraba en el salón de baile, junto al arpa, observando el cuadro de Isabel II, y le dijo la frase acordada: «Pese al tiempo que haga siempre llevo un par de guantes en mi bolso», a lo que este le respondió: «El caballero y la dama en eso se parecen un poco» y al acabar le entregó una nota: «Diríjase al único cuadro que hay de Goya, siga la mirada del retrato y donde la pose encontrará oculto lo que busca, deje allí lo acordado y llévese lo que le interesa».
Buscó por cada una de aquellas elegantes y lujosas salas fijándose en cada uno de los muchos retratos, hasta que lo encontró. El cuadro de «San Gregorio Magno, Papa». Tuvo que tener sumo cuidado para no ser vista y sacar la pequeña cajita de debajo del reclinatorio. Dejó el paquete en el mismo lugar oculto y marchó. Bajando la escalinata sacó la llave de plata de la caja, sonrió, justo antes de notar un impacto doloroso en el corazón.
Siendo una noche como aquella estaba demasiado tranquilo caminando por el lúgubre museo romántico. La tenue luz de luna era suficiente para ver hasta el fondo de los infinitos pasillos permitiéndome ver las distintas obras. Me resultaban extrañamente familiares, pese a ser la primera vez que deambulaba por ahí. Cada rostro me evocaba distintos recuerdos, cada escenario producía que me asaltaran sentimientos contradictorios que me dolían o incluso me hacían sonreír. De pronto, esa selva de sensaciones se vio interrumpida por una dulce voz, que podría resultar inquietante, pero a mí solo me producía una inexplicable curiosidad y deseo. Me desplacé lentamente por los pasillos, atravesando estancias y sintiéndome cohibido ante un inmóvil público que solo me miraba con cierta sorpresa. Llegó un momento en el que la luna ya no podía guiarme y únicamente me acompañaba una siniestra oscuridad. «Ven… ven…» la voz no cesó. Comencé a moverme, ciego, casi obligado por una fuerza que me empujaba desde atrás, atrayéndome hasta el origen de aquel susurro. Cada vez lo escuchaba más cerca. De pronto, la oscuridad se vio perturbada por un iluminado cuadro que parecía vacío. Me sentía relacionado con aquella pintura.
Empecé a elevarme, pero eso no me provocó terror… sino alivio. Me introduje lentamente. Volví a donde debía estar. Colgado de una pared, inmóvil, formando parte del cuadro que protagonizaba desde hace décadas y del cual no debía haber salido inconscientemente. Mi vista comenzó a nublarse hasta que un telón blanco sería la única función que podría disfrutar durante toda mi existencia.