Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

Sección CARPE VERBA

Carpe Verba

7.
La rama dorada

Antonio Crespo Massieu

Antonio Crespo Massieu

El autor (Madrid, 1951) es Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense y Diplomado en Estudios Portugueses por la Universidad de Lisboa. Ha sido responsable de las páginas literarias de la revista Viento Sur, en la actualidad pertenece a su Consejo Asesor. Ha publicado los poemarios En este lugar (Fundación Kutxa, Donostia- San Sebastián, 2004) por el que obtuvo el premio “Ciudad de Irún”, Orilla del tiempo (Germania, Valencia, 2005), Elegía en Portbou (Bartleby, Madrid, 2011), Los regresados (Ediciones 4 de Agosto, Logroño,2014), Obstinada memoria (Amargord, Madrid, 2015), Memorial de ausencias. Poesía reunida.2004-2015 (Tigres de papel. Madrid,2019) y Compartir (Las hojas del baobab, Stabile&Estudillo editores, Cádiz, 2021). Su obra poética ha sido incluida en numerosas antologías. Fue finalista del premio Nacional de Poesía 2012 con Elegía en Portbou. En 2009 publicó el libro de relatos El peluquero de Dios (Bartleby Editores, Madrid, 2009). Su novela Portbou: estación término fue finalista del Premio de Novela Ateneo de Madrid 2021. Ha colaborado con trabajos de investigación, crítica y creación literaria en revistas especializadas.

crespomassieu@yahoo.es

 

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 Quien está conmovido por la majestad de la muerte, sólo puede expresarlo a través de una vida en consonancia.

Ludwig Wittgestein

 

  Es la noche en que todo deber cumplirse. La muerte necesaria, el cuerpo sacrificado, la confusión del vino y la sangre. Todo se renueva. Es la hora alegre de los jóvenes que llevan hojas de mirto y laurel y beben y cantan. Hoy se cumple el rito. Un hombre va a morir, espera y desea la muerte, se siente tan cansado que sólo quiere contemplar por última vez la belleza y confundirse para siempre con las sombras. Hoy un hombre va a matar y sentirá el vértigo de la sangre manchando sus manos, el instante en que la espada desgarre otra carne, el momento en que el cuerpo ceda y caiga sin vida ante su pueblo. Sonreirá. Y llevará sobre sus hombros, como una pesada carga, como un privilegio confundido ahora con la soledad, toda la majestad de la muerte. Y la majestad de la muerte será su única compañera y jamás le abandonará.

Es la noche del trece de agosto. Es la fiesta de Diana. Al caer la tarde, a la luz incierta del crepúsculo, cuando el sofocante calor del día es vencido por la brisa nocturna, los jóvenes han acudido al templo para ser purificados. Luego han bajado por la ladera coronados de laurel y llevando antorchas, entre los ladridos de los perros de caza adornados también en honor de la diosa. Ahora, junto al lago, se sientan en la hierba, forman grupos y encienden hogueras. Beben vino mientras una densa humareda se confunde con sus voces y risas y el olor del cabrito recién asado. Después comen tortas que han sacado del fuego y extienden en un lecho de hojas y ramas de manzano cargadas de fruta. Las antorchas iluminan el lago de Nemi. Es la fiesta de Diana, la diosa virgen y cazadora. Y de su compañera Egeria, la ninfa de las claras aguas que entre rocas de basalto caen en cascada sobre el lago, que amó al rey Numa en la espesura del bosque sagrado, confundidos a la sombra de los robles en una pasión que inspiró las sabias leyes que este dio a los romanos. Egeria, que concede un parto feliz y cura a los enfermos que beben en sus aguas. Y es la fiesta de Virbio de deslumbrante belleza, que desdeñó el amor de las mujeres y quiso vivir junto a Diana en el bosque sagrado persiguiendo animales salvajes, casto e inseparable compañero de la virgen cazadora.

A la luz de los fuegos y las antorchas el lago es más que nunca el espejo de Diana. Limpia superficie, iluminada también por la luna, en la que los hombres se reconocen; el agua les devuelve la imagen de su primera inocencia y les rescata de la angustia de existir. La juventud canta y bebe en la noche. Feliz celebra a sus dioses. Y cuentan sus historias y las hacen suyas porque están urdidas con la misma trama, intensa e inexplicable, de la vida que en ellos alienta como un torrente que no encuentra su cauce. La renuncia, el amor desdichado, los celos, las intrigas, el adverso destino, la ilícita pasión que consume y nada puede apagar, la muerte y la resurrección.

Hipólito no. Está sólo en la noche, tenso, vigilante. Avanza dejando atrás el lago, de espaldas a la fiesta en la que no ha participado, ajeno a la alegría de los otros. Avanza, caminando hacia el norte, ascendiendo por la escarpada ladera, sintiendo en sus piernas desnudas el arañazo de los matorrales, por el tortuoso camino que no mucho antes bajaba la alegre comitiva. Jadea, pero no se detiene, mira siempre hacia lo alto, no escucha el eco cada vez más débil de los cánticos, sólo siente latir su corazón, las piernas le tiemblan por el esfuerzo, la sangre se agolpa en su cabeza y es un zumbido que todo lo confunde. Pero Hipólito avanza. Y siente su responsabilidad. La siente como un peso terrible, tanto como el esfuerzo que está realizando, le hace jadear y acelera su corazón. Su deber es una cuesta y él asciende entre matorrales, herido por las jaras y la conciencia, buscando la cima, el descanso en la soledad de las cumbres. Es el elegido, señalado por el oráculo nada más nacer, arrebatado a sus padres, entregado al templo, preparado durante años para el instante que hoy debe cumplirse antes del amanecer. Cuando termine la ascensión y mire el lago brillar desde lo alto de los farallones que lo rodean, cuando las luces y los cánticos sean un débil reflejo, perdidos en la distancia, seguirá caminando y llegará al bosque sagrado. Entonces los once guardianes que lo iluminan con sus antorchas, con una reverencia en la que ya se adivina el temor y la sumisión ante el poder, bajarán sus espadas y le dejarán pasar. Se internará en el bosque y llegando a su centro se acercará al roble sagrado y cortará la rama sagrada, el muérdago que nunca toca el suelo, pues nace entre las ramas del árbol, y que jamás, ni siquiera en el crudo invierno, pierde su verdor. Y así, en una mano la rama y en la otra la espada, llegará hasta el templo de Diana. El sacerdote rey, el viejo Thoas, le esperara tranquilo y silencioso bajo la efigie de la diosa. Se acercará de espaldas, sentirá por última vez la respiración del padre (y quién sino Thoas a quien fue entregado a los siete años, que le enseñó los misterios del templo y que guio sus pasos, puede ser llamado su padre) le cegará con la rama, que el viejo verá por última vez, y atravesará su corazón con la espada. Entonces Hipólito será rey y custodiará el templo y el bosque sagrado de Diana. Su destino se habrá cumplido, apenas un poco de sangre en las manos, un débil gemido, un estertor, el ruido de un cuerpo al caer, confundida su frialdad con las heladas baldosas del templo. Habrá sido fiel a su pueblo, a sus dioses y a las enseñanzas de su padre. Y ama tanto a su pueblo que enciende hogueras junto al lago y se emboba escuchando las historias de sus viejos dioses; y ama tanto a Tohas que le enseñó el misterio de la sonrisa en la adversidad y la aceptación de la muerte como un invierno que hiela los campos para que renazcan en primavera, la memoria intacta de nuestros antepasados y el secreto de la piedad. El viejo sacerdote le espera para que la espada de su hijo le hiele el corazón, le otorgue por fin el descanso y pueda perderse en la noche, sombra entre las sombras, confundido con las columnas del templo y los nombres que le precedieron. 

Hipólito sabe los pasos exactos que dará esta noche, pero ahora, mientras sube penosamente la cuesta, jadea, tropieza con las piedras y siente desfallecer sus piernas, ahora duda. Él siempre ha dudado. «No dudes tanto, vive; el mundo también es certeza y claridad, la belleza te espera y es intensa y consuela, mírate en el espejo de nuestro lago o desde la cumbre de los montes albanos; no dudes, mira y ama», le decía Thoas, el sacerdote, mientras él escuchaba con los ojos encendidos, sorbiendo una a una sus palabras, guardándolas como se guarda un trozo de vida, como si no fueran aire, las recogía tan despacio y con tanto amor; y asentía mirando a sus ojos. Hipólito duda, pero avanza, siente vacilar sus fuerzas, pero continúa porque es fiel al deber y a la llamada del padre: «ven hijo mío, clava tu espada, atraviesa mi carne, sujeta mi caída, siente en tus manos el calor de mi sangre, toca mi cuerpo y nota su frialdad, la máscara extraña en que mi rostro se convierte, tan ajeno ya, tan extraño, tan otro, ven mi hijo y dame la muerte que espero». Avanza entre dudas y arañazos, apenas sin aliento, sube, sin querer pensar, sube, se agarra con las manos a las últimas jaras del camino y llega a la cumbre.

Ahora sí, descansa. Recupera el aliento y mira desde lo alto la iluminada belleza de su lago. Limpia superficie, fría y tersa como un espejo, salpicada de luces, pequeños puntos que centellean en el agua, una leve brisa los agita y se diría que viven dibujando formas caprichosas. La luna reflejada en el centro del lago y siguiendo su estela la vista asciende entre las sombras de los altos farallones y se levanta hasta el cielo para encontrarla de nuevo rodeada de puntos luminosos, estrellas que parpadean como antorchas. Dos lunas idénticas y él, sólo en la cumbre, atrapado por el haz que las une, alejado del lago y del cielo, de los hombres y de los dioses que esperan su gesto, la ley que sólo su espada puede sancionar. Mira por última vez el lago y reconoce su tierra, el paisaje que los ojos del padre le enseñaron a amar (nombrando una a una las plantas y los animales, distinguiendo los vientos y el rumor de las olas, llamando por su nombre a las montañas). Tantas veces se ha bañado en sus aguas para luego tenderse en la hierba, expuesto al sol como una caricia que penetra por los poros de la piel y hace que los ojos se cierren. Despertar y sentir a Tohas a su lado, hablar con él mientras empieza a anochecer y se diría que nada (ni las palabras terribles, ni las sombras que avanzan) es capaz de anular la dicha que siente. El sacerdote cuenta la historia de Diana y de cómo su imagen, oculta en un haz de leña, fue traída hasta los montes albanos por Orestes huido con su hermana. De Hipólito amado por su madrasta, matado por su padre, vuelto al reino de los vivos y refugiado en el bosque sagrado bajo el nombre de Virbio, el primer rey sacerdote de Nemi. Y de todos los otros reyes y de su muerte necesaria cuando decaigan sus fuerzas pues siempre, mientras Diana reine en el bosque, las primeras canas sellarán su sentencia de muerte. El joven Hipólito escucha conmovido y su corazón traiciona las torpes palabras que pronuncia.

─Tú eres distinto. Tú nunca tendrás canas.

El hombre sonríe, pierde su mirada en la lejanía y luego habla despacio, con suavidad, pronunciando con claridad, como si lo evidente fuera la más difícil lección.

─La vejez me alcanzará por igual, como a todos los mortales. Porque no soy un dios, soy sólo un hombre. También mi pelo encanecerá y entonces tú tendrás que matarme.

Hipólito siente el acelerado latir de su corazón, un súbito temblor en las manos mientras escucha las palabras que quisiera no aceptar. Porque ama la vida y no soporta el olvido que siempre sucede al dolor, la frágil memoria que rescata sólo instantes fugaces y hace del vivir una confusión de pérdidas mínimas (como la muerte del cabrito que le seguía a todas partes o el perro con el que compartía los secretos del bosque y los juegos infantiles) o terribles como la lenta agonía de su madre. Pero ya para siempre confundidas, entremezcladas, surgiendo imprevistas, convocadas por un extraño azar en el tejido de la memoria. Por eso niega en el silencio de la tarde la voz de una sabiduría que no quiere compartir.

─La muerte no es tan terrible. Es como este crepúsculo. Una dulce despedida. Abre los ojos y mira. La luz se va perdiendo, los últimos rayos aún se reflejan en el lago, las sombras avanzan. Es hermoso y no hay violencia. Y es necesario. Temer la muerte es rechazar también la vida. Yo camino hacia la sombra y tú eres la luz, no reniegues de la porción de luz que te corresponde. Acepta ser el rayo que deslumbra al mediodía y aceptarás perderte entre las sombras del lago cuando llegue el atardecer.

Súbita ha caído la noche, el lago es un débil espejo sólo entrevisto cerca de la orilla, más allá, según los ojos intentan taladrar la distancia, todo es una densa oscuridad. El agua negra, sin fin, hecha misterio es ahora amenaza. Los árboles lejanos de la otra ribera son una confusa presencia. Empieza a refrescar. Sobrecoge el silencio. En un instante la belleza se ha transformado en temor. Hipólito tiembla. Y niega en la noche (por qué he de ser yo, yo que tiemblo azogado en la oscuridad, que soporto el propio dolor, pero me es insufrible el ajeno, por qué tendré que matarte, yo que te quiero) y se agarra, con la fuerza de una súplica que sabe estéril, a la mano del padre y escucha sus palabras mientras suben por la ladera camino del templo. «Cumplirás tu deber. No dudes. Te debes a tu pueblo y la ley de tu pueblo es la sangre y la espada. Que una falsa piedad no tuerza tu destino.»

Ahora no está su mano. Hipólito está solo en la cumbre y la mano huesuda, marcada por las venas, áspera y tierna no puede acogerle y darle calor. Porque en esta noche también tiembla y siente frío y temor. Extiende su mano, pero encuentra sólo el vacío. La otra mano está lejos, le espera. Es su destino. Y su destino es olvidar el lago y caminar. Avanzar, con su temor y sus dudas, temblando en la soledad, avanzar siempre entre las sombras. Lejos del calor de la infancia, lejos del lago, lejos del consuelo de la memoria. Y llegar al bosque sagrado.

Los guardianes se han apartado. Ha entrado en el círculo, en el territorio prohibido, está pisando la hierba que nadie podrá pisar. Nadie salvo él. Porque el poder es suyo y sólo él conocerá los misterios del bosque. Podrá administrar la ley y le mirarán, como esta noche por vez primera le han mirado, con respeto y temor. Se adentra en el bosque. Es casi una borrachera de felicidad que se confunde con la quietud de la noche, la brisa moviendo las ramas, susurrando la verdad que ahora conoce: tú decides, tú ordenas, tú eres la sabiduría y la ley. Se siente un dios caminando entre dioses, separado para siempre de los hombres (y parece tan lejano el tiempo en que fueron sus hermanos) hecho leyenda de su pueblo, hermanado sólo con Diana, un árbol más entre los árboles divinos. Mira las ramas y parecen plata, un fulgor que tiembla en la oscuridad, que destaca en un azul denso y purísimo. Brillando como el acero, dibujadas en el cielo, recortadas como espadas, ingrávidas y hermosas en la noche, flotando como nubes. Camina entre robles centenarios, cada vez más despacio como si sus pasos profanaran tanta belleza, cada vez más conmovido. Ha olvidado todo: los guardianes, la sumisión de los otros, la borrachera del poder, el cumplimiento de la ley. Anulado el pensamiento vive por los ojos. Camina en la dicha de ser sólo mirada, de sentirse árbol movido por el viento, una rama en el cielo y un fulgor que le estremece.

Ha dejado atrás lo que fue y lo que quiso ser, la nostalgia y la ambición, y sigue caminando perdida la conciencia en la mirada, hecha débil rayo de plata, ascendiendo, diluido en azul, confundido con la brisa. Camina hasta llegar al claro. Aquí el bosque se ensancha. Círculo perfecto. Espacio abierto. Tan abierto que parece infinito. Pero recogido, secreto, custodiado por los árboles que lo cercan. Como si todo, el azaroso zigzaguear en la espesura, la mirada perdida en las ramas plateadas, llevase a este punto. Todo confluye. Hay un misterio en tanta exactitud, en esta geométrica disposición de la belleza apuntando a un centro. La mirada y luego los pasos le guían. Como un imán poderoso, una fuerza irresistible, en la soledad del claro, en el centro del círculo, bañado por la luna, está un roble. Único, inmenso, con sus ramas, más plateadas que ninguna, cegadoras al moverse al viento, como cientos de cuchillas relucientes: es el roble sagrado. Hipólito se acerca. Acaricia el tronco cerrando los ojos. Áspero, rugoso, las estrías se extienden como venas. Y reconoce una mano. La mano que buscaba. La mano de la infancia y del consuelo. Luego abre lentamente los ojos y ve por primera vez el muérdago que crece en su interior. Su mano avanza despacio, con la lentitud y ternura con que se acaricia por vez primera, con el estremecimiento que precede al cumplimiento del deseo. Llegan por fin y tocan. Por la yema de sus dedos entra la luz, avanza por sus brazos y le atraviesa el cuerpo descendiendo hasta el estómago, haciendo temblar el sexo y sentir un calor que le abrasa. Tiembla. Sólo los ojos le sujetan, le clavan, sin poder apartar la vista, sin poder hacer otra cosa que mirar. En el centro del árbol, en medio del tronco, en un hueco que parece almendra o cuna, útero o nido, el muérdago sagrado brilla como el oro y ciega con su luz. Sus ojos ven sólo una llama dorada, una bola de fuego que no quema, tan intensa que anula el pensamiento.

Cuanto tiempo estuvo allí, clavado ante el árbol, sólo mirando, temblando por dentro, sintiendo que la rama entraba en su carne y que sus ojos se perdían (y detrás de los ojos el cuerpo entero) en ese regazo dorado, no pudo saberlo. Pero sabe que la luna estaba más alta cuando al fin pudo apartar la mirada. Entonces sacó la espada y, con delicadeza, cortó una larga rama. Una gota de savia dorada y cálida como si fuera leche recién ordeñada se deslizó por la espada y resbaló por su mano. Cogió la rama y se apartó del árbol. Camina buscando la salida del bosque y se siente seguro por primera vez en esta larga noche. Su mano ha encontrado otra mano; rugosa, áspera, cálida y luminosa. Y ningún peligro puede acecharle. Con ella bajó Eneas hasta el reino de los muertos y su sola visión bastó para que el barquero le recibiera con humildad y le llevara a través de la Estigia. La rama dorada, que ahora lleva en su mano como una antorcha deslumbrante, derrota a la muerte.  Con ella avanza, deja atrás el bosque y ve la silueta del templo iluminada débilmente por la luna. Es el fin del viaje. Ha llegado a su casa, adivina sin esfuerzo los peldaños de mármol, la estructura circular sostenida por columnas blancas que a sus ojos niños le parecían inmensas. Y recuerda el miedo y el desamparo (tan profundo como perderse en el bosque) que sintió entre ellas cuando fue abandonado al cumplir los siete años. El niño mira alejarse a sus padres, la madre vuelve un instante la cabeza, los ve desaparecer en la lejanía y se siente más perdido que nunca. Diminuto bajo las altas columnas quisiera escapar, pero no sabe a dónde ir. Sus padres se han perdido, sólo ve la llanura vacía y, al fondo, el bosque. Vuelve la mirada y atisba la penumbra desconocida del templo. Entonces lo vio. Un hombre alto, tan alto que pensó fuera otra columna, con una túnica blanca que él nunca había visto, le miró y le sonrió con ternura. Luego le ofreció la mano. El niño duda, pero, al fin, se dirige a su encuentro y la agarra con decisión, como un náufrago se aferra al madero que le rescata de la muerte, y siente toda su fuerza y su calor. Y sabe que esa mano ya nunca le abandonará. Juntos caminan, el hombre alto y fuerte y el niño débil y tan pequeño, van de la mano y entran en el templo. El niño no vuelve la vista atrás. Ha entrado en su casa, ha encontrado la mano del padre y escuchando sus palabras descubrirá la sabiduría (la herencia de su pueblo, la memoria intacta de todos los que antes vivieron) y la belleza del mundo.

Ahora Hipólito está solo, ha subido los peldaños y se detiene en el umbral del templo. En su mano lleva una rama dorada y en la otra la espada que dentro de un instante tendrá que empuñar. Entra despacio, la oscuridad le ciega, poco a poco sus ojos se acostumbran y distingue primero la blanca imagen de Diana, bajo el lucernario, en el centro de la estancia, débilmente iluminada por la luna. Nada más. La blancura de la diosa y el resto oscuridad. Avanza un poco más. Y lo ve. Primero apenas un confuso busto, luego con una nitidez asombrosa. Thoas está sentado en las baldosas, a los pies de Diana, se cubre la espalda con una túnica negra, los hombros caídos, la cabeza doblada sobre el pecho, las piernas cruzadas, los brazos extendidos con las palmas abiertas rozando el suelo. Hipólito lo mira como si lo viera por primera vez. Este hombre débil, vencido por la edad, que sólo espera la muerte, que parece una sombra más, ya casi sin vida, entre las sombras del templo, este hombre tan desamparado es el padre con el que subía las montañas, el que le enseñó a nadar en el lago, el que secó sus lágrimas y veló sus noches encendidas de fiebre. Esta sombra tan pequeña y tan débil, es aquel que siempre le amparaba. Él era la roca, firme como el más alto de los montes albanos. Él era la luminosa claridad del lago. Y ahora espera la muerte. Ahora desea que la espada del hijo atraviese su carne. Hipólito escucha su respiración. Está tan cerca de estos hombros caídos, de este hálito de vida. Pero se detiene. Oye su entrecortado jadear, sabe que le espera y le llama en silencio («ven, hijo mío, acaba con mi vida. El nombre de la piedad es ahora tu espada, y la sangre, mi sangre. No traiciones a tu pueblo. No dudes, acaba con ni vida, hijo mío»). Pero el hijo duda. Hipólito siempre ha dudado. Allí, bajo la efigie de Diana, está de pie y es tan alto, tan fuerte, tan seguro, en su mano agarra con fuerza el secreto de la belleza, la dorada armonía que salva de la muerte. Junto a él hay algo tan pequeño, tan frágil, tan desamparado como pueda estarlo un náufrago, alguien que ya no tiene padres, que está solo, minúsculo en la inmensidad del templo. Y de pronto Hipólito empequeñece, se ve perdido, abandonado entre frías columnas. Y sabe que lo que espera es una mano, pero nunca la espada. Que lo que sus ojos suplican es otra mirada, nunca la ley. Y que él fue salvado por la piedad. Y comprende, en este instante en que se decide su vida, que la piedad será su condena. Así, con la decisión de un niño terco y desobediente, mira por última vez a la diosa, le vuelve la espalda y camina despacio hacia el umbral.

A veces, cuando se siente cansado de ir de pueblo en pueblo, siempre vagando por los caminos, solitario, sin amigos ni raíces, sin una tierra que pueda ser suya, sin un paisaje donde pueda recoger la memoria como se recoge el rebaño al atardecer, en esas interminables noches en vela en que el primer frescor del amanecer le sorprende sin conciliar aún el sueño, en esas ocasiones en que le invade la melancolía y el desconsuelo, Hipólito se acuerda de tantas cosas. Se acuerda de su lago que brillaba como un espejo, de sus bosques, de los altos montes albanos, del templo de Diana tan hermoso, de su pueblo fuerte y alegre que sabía pastorear, cazar y sentir la alegría del vino y las canciones compartidas. Es tanto lo que ha perdido. Era tan hermosa la tierra a la que nunca podrá volver y la amaba tanto como al pueblo que traicionó. Pero, aunque se hunda en la nostalgia, como si se hundiera en su lago perdido para siempre, no se arrepiente. Y se siente libre por haber elegido. Condenado a una libertad que es tan dura como errar por los caminos, pero tan orgullosa como su soledad. Además, la rama dorada le acompaña. Durante horas la mira absorto, embebido en su belleza, perdido el pensamiento. Entonces brotan las palabras. Palabras tan hermosas como el muérdago que contempla. Y se hacen música. Una música extraña que habla del misterio y la belleza, de las manos que los hombres entrelazan como una guirnalda de calor que curará del espanto. Las recita de pueblo en pueblo y las gentes, los pastores, los ganaderos, los comerciantes, las mujeres con el peso de su trabajo y de sus hijos a cuestas, hasta los niños, todos se paran a escucharle.

La rama dorada les habla de un sueño que les pertenece, de una piedad que olvida la sangre y la espada y se hace mirada o mano que acoge un temblor pequeño y lleno de desamparo. La rama les habla del hijo que nunca olvida al padre. El hijo que abandonó al padre en el templo y se fue por los caminos con la mirada intacta de la infancia.  

 

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