Selección a cargo de
Azucena Pérez Tolón
Recursos digitales y antología sonora por
Javier Fernández Delgado
Retrato de Carmen de Burgos en 1917, por Julio Romero de Torres. Wikimedia.
Carmen de Burgos Seguí (Rodalquilar, Almería, 1867-Madrid, 1932). Fue periodista, escritora y traductora, conocida en su tiempo como 'Colombine', aunque también firmó sus obras con otros seudónimos como «Gabriel Luna», «Perico el de los Palotes» o «Raquel». Se convirtió en una de las figuras más relevantes de la cultura en la Edad de Plata española. Es considerada la primera periodista profesional, por su condición de redactora del periódico Diario Universal y primera corresponsal de guerra. Fue también, una de las principales activistas de su tiempo en la lucha por los derechos de la mujer española. Su dilatada carrera literaria y su trayectoria vital muestran una mujer culta de fuertes convicciones, de carácter, firme, reivindicativo e independiente y una luchadora incansable por los derechos sociales.
Con dieciséis años se casó con el periodista, Arturo Álvarez y Bustos, doce años mayor, que ella; en su revista satírica Almería Bufa publicó Carmen, sus primeros artículos. Años después, obtuvo el título de maestra de Enseñanza Elemental Primaria y más tarde el de Enseñanza Superior e ingresó en la Escuela menor de Guadalajara. En 1900 publica su ópera prima, Ensayos literarios, en uno de los cuales, El repatriado, refleja el espíritu de la generación del 98. Su matrimonio fue un fracaso por el maltrato y las continuas infidelidades de su marido, lo que unido al fallecimiento prematuro de sus tres primeros hijos, la llevó a abandonar su casa en 1901 y trasladarse a Madrid con su única hija, María, para empezar una nueva vida. Logra sobrevivir en un mundo dominado por los hombres y se abre nuevos caminos profesionales.
En la capital colaboró con el periódico El Globo con una columna titulada «Notas femeninas», que analizaba asuntos como ‘La mujer y el sufragio’ o ‘La inspección de las fábricas obreras’. En 1903, Augusto Suárez de Figueroa la contrató para su recién fundado Diario Universal, donde empezó a escribir una columna diaria: «Lecturas para la mujer» bajo el seudónimo de «Colombine», sugerido por el propio editor. Hizo campaña para que se legalizara el divorcio, lo que le valió la admiración de Giner de los Ríos y Blasco Ibáñez pero también recibió duros ataques de la Iglesia; sobre este asunto, publicó un libro imprescindible El divorcio en España (1904). Un año más tarde consiguió una beca del Ministerio de Instrucción Pública para estudiar los sistemas de enseñanza de otros países, y viajó durante casi un año por Francia, Italia, Mónaco y Países Bajos. En 1907 fue admitida en la asociación de la Prensa de Madrid. A su regreso creó ‘La tertulia modernista’, a la que acudían escritores, periodistas, músicos, artistas plásticos y poetas. Allí conoció a Ramón Gómez de la Serna, veinte años menor que ella, que poco después se convertiría en su amante. Ya había publicado Cuentos de Colombine, toda una revelación en la época, que fueron alabados por la crítica y, rápidamente, traducidos al francés y al inglés. En aquella tertulia estuvo el origen de la Revista Crítica (1908-1909) que dirigió y en la que colaboraron nombres como Zamacois, Salvador Rueda o Juan Ramón Jiménez.
De su interés por los Países Bajos españoles, nacieron, también, novelas cortas: La indecisa y La justicia del mar, y expresó abiertamente su decepción ante las injusticias sociales en títulos como: Malos amores y Sorpresas. Tradujo obras de gran impacto, como La inferioridad mental de la mujer; en el prólogo refutó al autor, el polémico psiquiatra alemán, Paul Julius Moebius. Dio conferencias por diversos países europeos y latinoamericanos.
Carmen de Burgos fundó, también, la Alianza Hispano-Israelí en defensa de la comunidad sefardí internacional. En 1909 decidió acercarse a las tropas españolas que luchaban alrededor de Melilla y allí ejerció de corresponsal de guerra para el diario El Heraldo de Madrid. En pocos años se convirtió en una de las plumas más solicitadas tanto en el terreno periodístico como literario. En 1911 fue nombrada profesora de la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, trabajo que compaginaba con el de dar clase a personas ciegas y sordomudas. Carmen y Ramón no se casaron, pero compartieron su vida y su pasión por la literatura durante veinte años. En 1917, su hija María, dedicada al teatro, se casó con el también actor Guillermo Mancha, y se trasladó a América pero regresó a Madrid al fracasar su matrimonio. Durante la representación de Los medios seres, tuvo un romance con Gómez de la Serna, lo que provocó la ruptura definitiva de la relación de este con su madre.
En la Segunda República se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y fue nombrada presidenta de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas. En 1921 lideró la primera manifestación femenina frente al Congreso de los Diputados para reivindicar la igualdad jurídica con los hombres y más tarde publicó su gran tratado feminista, La mujer moderna y sus derechos.
Murió repentinamente en 1932, meses después de aprobarse la Ley del divorcio, por la que tanto había luchado, tenía sesenta y cuatro años de edad, y fue enterrada en el cementerio civil de Madrid.
Tras la Guerra civil y la victoria de Franco, su obra fue censurada y su nombre y sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías españolas. En la Transición española se inició el largo proceso de reivindicación de su figura.
Es difícil en la obra de Carmen de Burgos separar el elemento biográfico de la literatura. En su dilatada carrera literaria destacan casi cien novelas cortas, cuentos, microrrelatos, una decena de novelas largas, traducciones, manuales prácticos, ensayos, biografías, prólogos, conferencias, libros de pedagogía, de viajes y participación en obras colectivas.
Aquella noche de luna había sabido aprovecharla bien el tío Manolo para reunir en su era a los vecinos a desperfollar el enorme montón de mazorcas, resecas por el sol, sin que nadie echara de ver el trabajo con la agradable compañía de la gente moza y la salsa de sus historias de viejo marrullero.
En el centro de la empedrada era se apilaban las panochas envueltas en su sayal de estameña por el cual aparecían las hebras de una cabellera seca y marchita. Sobre la pila, una gran espuerta de dar el pienso las vacas, iba recibiendo a las que eran despojadas de su ropaje por la turba de chiquillos, hombres y mujeres, que sentados sobre las farfollas mullidas y crujientes, rompían con pinchos de madera la tosca envoltura, la seda interior guardada bajo ella, y después de separarlas del tallo con rumor suspirante, las arrojaban al aire, rasgado con sus destellos de luz, para ir a caer en la espuerta, donde al chocar las facetas de los granos de oro, producían chasquidos de besos y risas de colegialas.
Aquel rasgar ropajes y desnudar mazorcas se verificaba entre la alegre charla y algazara de los mozuelos de ambos sexos, que estallaba con la franca alegría engendrada por la proximidad de la carne joven, mientras a un extremo del montón, las gentes formales rodeaban al tío Manolo y oían sus palabras con algo de respetuosa consideración, descuidando un tantico a los muchachos
Había llegado sin saber cómo hasta la estación del Mediodía, después de vagar toda la noche por los desiertos paseos de la Castellana, Recoletos y el Prado. Sentíase aún la impresión de las sombras barridas por la luz del nuevo día, el ambiente húmedo de la noche, entre el perezoso bostezar de Madrid. Los primeros rayos del sol, con su luz blanca y suave, esclarecían las copas de los árboles del Jardín Botánico y del Salón, haciéndoles brillar con reflejos cristalinos y esa tonalidad de verde tierno que recuerda el amarillo y el blanco, mientras el ramaje obscuro, negruzco, se mantenía envuelto en los desgarrones de la sombra y los troncos parecían las columnas de una loggetta con montera de hojas de cristal. Empezaban a llegar viajeros madrugadores; camiones y carros que paraban junto a la cerrada verja de la estación esperando que fuese hora de abrirla. Un hombre de blusa y pantalón de pana voceaba entre los grupos ofreciendo grotescas cabecitas de cartón: «Toribio, que saca la lengua y menea las orejitas.» Algunos viajeros aburridos compraban la antipática figurilla, la cual, merced a un tosco mecanismo, movía dos cuernecillos y una lengua roja, con el gesto procaz, desvergonzado de los chicuelos que se burlan. Los trabajadores y hombres del pueblo se agrupaban en torno de una mesilla, cafetería ambulante, donde una buena moza con falda corta de percal y blusa de blancura deslumbradora, despachaba tazas del café o del té hirviente en vasijas colocadas a su derecha. Sobre la mesa la botella de aguardiente, el barrilito de vino, la fuente de buñuelos y de churros ofrecían por cinco o diez céntimos su rica variedad a los compradores. La vendedora, puestos sobre una tabla los pequeños pies para no manchar la albura de sus zapatos, acudía ligera a todas las demandas, incitante con su cabeza lustrosa de rizos negros, los brazos morenos y las caderas redondas y amplias
Aquella amplia playa, frente aquella extensión de mar tan grandiosa, parecía profanada con los toldos de lona y los cucuruchos de las tiendas de los bañistas.
No se avenían bien la majestad severa del paisaje y el artificio de los veraneantes. En Figueiras da Fox no había, como en Trouville, ni en las playas de moda de las grandes estaciones, una Naturaleza ya dominada por el espectáculo; la playa de Figueiras, frente a la grandiosidad del Atlántico, es bravía aun en los días serenos, aun con la grandiosidad de la inmensa sábana de agua verde que se extiende bajo el cielo.
En el centro del arenal se habían colocado, sobre los pies derechos, unos toldos de dril, festoneados, bajo los que se colocaban sillas de madera, taburetes y banquetas de todas clases para las bañistas, que se sentaban frente al mar. Algunos de aquellos toldos eran de propiedad particular, y se distinguían por el color de sus festones y por las iniciales, en bayeta roja, verde o amarilla, que anunciaban el nombre del propietario. Los otros eran públicos, y por la módica cantidad de veinticinco reis se podían ocupar á voluntad.
Detrás de estos toldos estaban las casetas de lona donde se vestían y desnudaban los bañistas para cruzar toda la arena, entre las miradas de los curiosos, hasta llenar a la orilla del agua.
La extensión del mar se perdía a lo lejos, confundiendo su verdor lechoso con el pizarra, del cielo; y parecía llegar siempre con coraje a la playa. Levantándose, en una ola amenazadora, que venía furiosa a quebrarse en el sitio mismo donde estaban los bañistas.
Una multitud abigarrada paseaba por delante de los toldos o se agrupaba a la orilla del mar para ver a las que se bañaban dar sus saltos, cabriolas y gritos, agarradas al bañero.
8 Julio.
Mi marido es tan bueno, que no hallaría placer en engañarlo, y, sin embargo, merecería que lo engañase por esta indiferencia que su ilimitada confianza en mí le hace tener. Está tan persuadido de que le amo que aunque yo le dijese lo contrario, no lo creería. Lo que me hace respetarle más es el verlo tan feliz. Respeto su felicidad... Además, ¿valdrá alguno de los otros más que él? No lo sé; pero la prueba es muy arriesgada. No creo capaz a ninguno de mantener muchos años la ilusión; es más difícil conservar que conquistar. Indudablemente, al marido le conservamos mejor. ¡Hay tantas celadas en el hogar! Cuando se observan los pequeños gustos, y se cultiva el egoísmo, se tiene mucho conseguido. A veces un marido piensa con cariño en su esposa, sueña con el descanso y la felicidad que experimenta a su lado, y no se da cuenta de que ella lo ha acostumbrado a ponerse las zapatillas. ¡Está tan a gusto en zapatillas! Además, el marido que se cansa respeta...; los otros... Tengo demasiado orgullo para hacer la prueba..., y, sin embargo, hay tentaciones. Elena me decía que el encanto de los amores está en la caída... Ella está radiante, feliz, satisfecha, y debe haber tenido muchas caídas... Decididamente, esta soledad entre el campo y el mar no es buena consejera para mí. Felipe ha hecho mal en dejarme venir sola. Pero no había otro remedio para satisfacer mi capricho. Él tiene que trabajar. Es preciso dejarle que trabaje... ¡Pobrecillo, ahora estará haciendo números en aquellos libros tan grandes! ¡Qué cosa más terrible son los números! Tan pocos, y capaces de tantas combinaciones. Él también está solo... No sé por qué, me acuerdo con inquietud de la señorita mecanógrafa. Son molestas esas señoritas mecanógrafas. Hay en cada una de ellas la amante posible del dueño de la casa o la novia que se casa con el primer dependiente.
—Puedes irte cuando gustes.
—Tú me seguirás.
—¿Y si no quiero?
—Te obligaré. Tú olvidas que yo soy el marido, el hombre. Tengo el derecho de administrar los bienes y de elegir el domicilio que me acomode.
—No quiero salir de Granada.
—¿Qué tienes, que te atrae tanto en ella?
—Que no quiero verme sola, a merced tuya, en tierra extraña.
—¡Linda respuesta! ¡Sola estando con tu marido! Estás obligada a seguirme, y me seguirás.
— ¡No quiero! ¡No quiero!...
A pesar de los esfuerzos para conservar la entereza; la voz de la joven, mojada en lágrimas, se estrangulaba en la garganta. El marido se puso de pie, dio algunos paseos por la estancia, se aproximó a la ventana y la abrió con un movimiento nervioso. Era un hombre muy alto, regular de carnes, de color moreno, con el cabello negro alisado en torno de la frente ancha; la nariz prominente, los labios groseros, un bigote poblado, con las largas guías hacia arriba, y unos ojos grises, indecisos, rodeados de un halo morado, donde se marcaban esas hinchazones y esas arrugas que graban las orgías y el cansancio de los placeres. Era un tipo de hombre guapo y buen mozo, capaz de inspirar ardientes pasiones a mujeres vulgares, pero antipático, repulsivo, con su aire de petulancia y degeneración, para un espíritu un poco delicado. Ella era una mujercita de estatura regular, de formas finas, redondeadas y graciosas, con esa gracia un poco felina de las mujeres de Granada, todas, ritmo y ondulación. La línea de los hombros era perfecta y unía, por medio de una garganta firme y torneada, el busto a la cabeza de cabellos castaños y ondeados. La tez tenía ese tono pálido y ardiente de las morenas blancas; el rostro, de la misma suavidad de líneas, ofrecía un aspecto de la cándida pureza humana de las vírgenes de los primitivos italianos.
Comenzaba a despuntar el día en el valle, donde aquellas ocho o diez casuchas eran como una escuadrilla de lanchas perdidas entre el oleaje del océano, así de solas, de apartadas de todo estaban entre las ondulaciones del terreno.
Desde la ciudad hasta allí corría la carretera, cuasi intransitable, encajonada en la garganta de dos montañas, junto al lecho del río, siguiendo la misma línea curva, llena de recovecos, que habían tenido que seguir las aguas para caminar por las sinuosidades del terreno.
Al llegar allí se abría el campo en un horizonte amplio, formando una O inmensa, encerrado por las altas montañas que lo rodeaban.
Agosto, época de sazón de la Naturaleza, cuando los árboles y las viñas dan fruto, la tierra mieses doradas y en los bancales maduran las hortalizas con ese olor de maternidad que impregna el aire, no se notaba allí apenas.
Terreno pedregoso, roquizo, reseco, a pesar de los ríos. Las cebadas y los centenos eran entecos, y el monte producía sólo hierbas olorosas y maderas.
Con las primeras piadas de los pájaros y los primeros resplandores del alba, el lugarcillo se puso en movimiento.
Salieron los hombres en mangas de camisa, despeinados y soñolientos, con prolongados bostezos, a las puertas de las casas, y la primera mirada fue para el cielo, como gente que sabe leer en él la hora y el tiempo.
Aquel rosa fuerte que aureolaba el horizonte, indicaba un calor asfixiante. Como respondiendo a esta idea, un viejo, que se había asomado a la puerta de la casa más grande del lugar, y que parecía la más lujosa, dijo:
—¡Y van a venir hoy excursionistas para la Ciudad encantada!
—No sabemos si vendrán por aquí o por Villajoyosa, padre —repuso un joven.
—Por aquí pasaron las caballerías con los avíos de la comida —añadió un muchachote—; pero seguramente se van por el otro lado nada nos han dicho.
Oyendo a la infanta Eulalia Doña Eulalia enjuga sus ojos, ablandados aún por el recuerdo del rey, y mira satisfecha al infante.
—Mis hijos son dueños de su fortuna —me dice—; pero yo me entristezco más cuando menos deberes pesan sobre mí. Las mujeres tenemos todas un espíritu abnegado, pronto a sacrificarse por los que amamos; pero que en ninguna parte se exagera tanto como en nuestra patria, donde a veces suele degenerar y hacer de la mujer una esclava, en vez de hacerla la compañera y la educadora del hombre.
Una dama rusa aparece en la estancia. Es la doctora de Su Alteza, que me la presenta con grandes elogios a su talento y a los adelantos femeninos de los países del Norte. Me complazco de recordar que, en este punto, si nos ganan en número, no nos ganan en calidad, y cito como testimonio los nombres de mis ilustres amigas la doctora Aleixandre y la gran oculista Arroyo de Marqués.
La dama rusa parece sorprendida.
—¡Doctoras en España! ¿Y ejercen? ¿Y hacen sus estudios como los hombres?
La infanta sonríe, viendo el entusiasmo de la defensa que me apresuro a hacer de las mujeres españolas, tan desconocidas, cuando no calumniadas, en el extranjero, y se une a nosotras para entonar ante su doctora un himno de alabanza al espíritu austero de la lejana patria.
Pero el teléfono llama: la princesa de Rumanía espera a la infanta de España.
Su Alteza nos despide afectuosamente, no sin hacerme antes el honor de dedicarme un ejemplar de sus obras e interesarse por recibir mis últimos libros. Parece que su cariño a la España que evocamos cerca de ella le hace retenernos a su lado, y al despedirnos nos dice con voz emocionada:
—Dichosas ustedes que vuelven a la patria. ¡Con cuánto placer iría yo también a darle un abrazo a mi sobrino Alfonso!
Y yo, olvidando su alcurnia, le estrecho la mano con cariño, porque para mí ha desaparecido su jerarquía y no queda más que una mujer adorable y digna de respeto, porque sabe de amar y de sentir, porque trabaja y piensa y porque he visto lágrimas en sus ojos y he escuchado de sus labios palabras sencillas y sinceras.
El comedor de todos.
Era todos los días un sacrificio subir aquella sucia escalera que conducía al restaurante.
A fuerza de verse allí se había establecido una especie de camaradería entre la mayor parte de los comensales; pero una camaradería casi hostil, aunque trataba de parecer afectuosa. Sentían todos una especie de molestia por la pobreza que revelaba el asistir a los comedores de a peseta el cubierto, por abono.
—No será ningún potentado cuando viene aquí— solían repetir ante la petulancia o falta de espontaneidad de algún nuevo; y este concepto, que existía en todos contra cada uno de ellos, los molestaba, les hacía odioso el testigo, y la mayoría evitaba el darse a conocer. Era muy enojoso encontrarse luego en la calle y que en un momento dado uno pudiera decir señalándoles:
—Ese come en el restaurante de Babilonia.
Isabel y Águeda, al salir del Bazar, donde estaban empleadas, apretaban el paso con el deseo de llegar pronto, para aprovechar el poco tiempo que su trabajo les dejaba libre y para que no se hubiesen acabado los mejores platos, los que más llenaban, que eran los que solían pedir todos. Sabían que no debían temer a las sobras, porque las pequeñas raciones se consumían ávidamente y hasta rebañaban los platos de tal modo que podía prescindir se de los pinches a poco trabajo.
¿Por qué tenían juguetes los demás niños y yo no? Sería bueno que nuestros señores padres, antes de podernos de cabeza, como salimos casi todos, en el mundo, se preocuparan de saber si nos podían dar juguetes.
Esta idea debía surgir en nebulosa dentro de mi cerebro de ocho años, y me hacía mirar con cierto rencor a madre. Mi concepto de la madre era entonces el de una pobre mujer que, sucia y desgreñada, gritaba y trabajaba todo el día y era una especie de providencia, pues entre cariños unas veces y azotes otras, nos daba de comer, nos vestía y, lo que es peor, se empeñaba en lavarnos de vez en cuando a mis tres hermanos y a mí.
El menor estaba en la cuna liado como un paquete de trapos que olía a establo, y los otros dos, que contaban tres y cuatro años, con sus baberos de pan de pobre y sus morros sucios, se pasaban el día alternando juegos y peleas, encerrados en el cuarto de donde yo había salido para ir a la escuela. Mi madre nos quería tanto que no nos dejaba movernos ni salir solos a la calle. Sobre sus muchas tareas se echó encima la de llevarme y traerme a la escuela. Los primeros días eché de menos mi encierro. El colegio era mayor martirio. Los chicos no me acogieron con cariño, sino con un instinto hostil. Lo mismo que mis hermanitos pequeños le pegaban a su propia imagen, cuando la veían en el espejo, sin reconocerse, así todos los colegiales me miraron con aversión, como si no fuera un semejante suyo. Luego, a lo largo de la vida, he tropezado con este sentimiento de ternura que inspiramos, cada vez que he subido al tranvía, al vagón del tren o cuando he entrado en una sala de espectáculos.
En el pequeño cuartito abuhardillado, bajo de techo, frente a la ventana abierta, estaba tendida en una pobre caja de madera blanca la niña que había ido a llamar al Doctor.
—¿La reconoce usted?
—Sí… es ella… ¿Pero cómo ha sucedido esto?
—¡Murió ayer!
El joven miró al Doctor con espanto.
—Sí, esta criatura que hemos visto los dos hace un par de horas, que hemos oído, que ha visto y oído el cochero…era una muerta. Está muerta desde ayer. El joven, aterrorizado, no podía pronunciar palabra.
—Cuando llegamos, vi a la enferma, que me contó que estaba sola, sin tener quien la cuidara; le receté y le dije la urgencia de lo que necesitaba hacer en el estado de postración en que se hallaba pues unas cuantas horas más la hubieran matado.
─¿Quién le ha llamado usted? — me preguntó. Y como le respondiera que su hija, rompió a llorar y me dijo: «Yo no tengo a esa hija. La única que tenía murió ayer. Aún está en ese cuarto». Entré lleno de curiosidad y encontré a la niña como usted la ve.
—Pero…
—Los vecinos comprobaron que murió ayer tarde.
—Es incomprensible.
—Y más lo es que nadie de la calle, ni de la casa, la han visto entrar ni salir. Todos afirman que llegué solo.
—¿Cómo explicarse esto?
—Por la fuerza del amor que la criatura profesaba a su madre, que le ha permitido materializarse e irme a buscar ¿Quién le indicó mi dirección? Estamos en el reino del misterio. Como usted comprenderá desde hoy cuidaré de la infeliz madre. Bernabé, atónito, apenas oía, repitiéndose con terror:
—¡Era una muerta! ¡Hemos hablado y oído a una muerta!
Tardó en darse cuenta del lugar donde se encontraba, con la imaginación turbada aún por las telarañas del sueño. Después de pasear la mirada en torno suyo, se repitió en voz alta, para tener la seguridad de que se hallaba despierto:
—Estoy en Jaca. Estoy otra vez en Jaca.
Le parecía imposible encontrarse, a un tiempo mismo, en su propia casa y en aquella ciudad extraña.
No era ya el cuarto de hotel, destartalado y ruidoso, donde lo despertaban todas las mañanas los gritos y el barullo de las camareras, departiendo entre sí, o de chicoleo con los huéspedes, o con los asistentes de los militares que allí se hospedaban.
No estaba obligado a oír los burdos diálogos amorosos que interrumpía un «No me pellizque usted», o el ruido del cachete con que se defendía alguna moza.
Se hallaba rodeado de los viejos muebles de la casa paterna. Amigos inmóviles que le evocaban los tiempos de la niñez y parecían borrar el recuerdo de todas las casas de huéspedes en que había vivido desde que salió de Murcia para ir a estudiar a Madrid, sin sospechar el sacrificio que esa decisión les costaba a sus padres.
¡Madrid! Todas las ciudades frecuentadas por estudiantes tienen siempre un aroma de juventud, de alegría. Se graban en el recuerdo de una manera imborrable, unidas a la memoria de los días más felices e ingenuos de la vida.
Había pensado más en las muchachas y en las diversiones que en los libros durante aquella época.
En Murcia había oído recordar a los viejos en sus tertulias sus tiempos de mocedad y de vida estudiantil, alegrada por las modistillas madrileñas, los bailes de organillo y los inolvidables «biftecks» de los cafés, que jamás sentaron mal a sus estómagos hambrientos y juveniles
La primera amonestación.
La tarde, de primavera, estaba llena de promesas de fecundidad. El campo ofrecía ya la plenitud de la cosecha con las mieses que comenzaban a enrubiar y mecían las espigas de granos hinchados y lucientes.
Un intenso olor a día de primavera lo envolvía todo de un modo penetrante.
Después de los días grises del invierno reseco, árido y triste, se dejaba sentir con más fuerza al despertar de la Naturaleza en pleno campo, como si se escuchasen las pulsaciones de un corazón que cobraba nueva vida con la circulación de la savia que lo reanimaba todo.
Pura apareció en la puerta del solitario cortijo, puso la mano derecha como toldo a los ojos y tendió la vista a lo largo del camino, que se extendía zigzagueando entre los declives de las montañas.
Se veía avanzar por él una burra cargada con capachos, sobre los que iba colocada una arqueta de madera. A su lado, un hombre, varilla en mano, parecía ayudarle a andar, más que arrearla, para que continuase su camino.
—No me había engañado —murmuró la joven.
Se volvió hacia el interior de la casa y llamó con voz alegre:
—¡Madre! ¡Cándida! ¡Isabel! Por ahí viene el tío Santiaguico.
Se oyó un rumor de crujientes faldas almidonadas, y otras dos jóvenes llegaron al lado de Pura, con expresión contenta y curiosa. El buhonero que llegaba tenía fama de llevar de cortijo en cortijo las mercancías más bellas, que cambiaba por recova. La madre apareció detrás.
—Esto es una plaga. Estas gentes no nos dejan parar. Desde que se sabe que se casa Pura parece que se han dado cita aquí.
Los perros comenzaron a ladrar y fingir furiosos ataques en dirección del lugar por donde se aproximaban el hombre y la caballería. La voz de Pura se elevó imponiéndoles silencio.
—«¡Zaida!». «¡Sola!». ¡Aquí
En sus ensayos, aborda especialmente la situación de la mujer española en todos los ámbitos y la lucha por los derechos sociales. Escribió más de diez mil trabajos periodísticos, publicados en Europa y América.
Prólogo.
Los lectores y lectoras del periódico enviaron sus opiniones con tal abundancia, que los apremios de original y la falta de espacio me obligaron a no dar cuenta de todas, como fuera mi deseo.
Quise conocer la opinión de hombres eminentes; y los escritores, los adalides del progreso, acudieron a mi llamamiento de un modo que les debo verdadera gratitud. Menos afortunada fui al tratar de conocer la opinión de los políticos. Sus ideas suelen variar a menudo, y la cuestión del divorcio amenaza pasar de las columnas del periódico al Parlamento. Sin duda temieron comprometerse, y muy pocos han manifestado su pensamiento.
Con completa imparcialidad insertamos cuanto se nos ha dicho en favor y en contra del divorcio, y hasta las disculpas que prueban pedimos su parecer a los hombres de todas las ideas y de todos los partidos.
El deseo de perpetuar en el libro los primeros pasos para el planteamiento de esta mejora social, nos impulsa a recopilar en un volumen todo lo dicho en el plebiscito y que no se pierda con la rapidez vertiginosa de la hoja periodística, lo que puede ser una semilla de progreso lanzada al viento, pero que en su día germinara. Hasta ahora el libro reflejó un alma, un pensamiento; este es un ensayo del libro «Colectivo o social», muy adecuado al espíritu de nuestro tiempo; abonen por la insignificancia de quien lo intenta, las firmas que lo abrillantan.
Señora. Colombine:
Soy partidario decidido del divorcio, por lo mismo que creo en el amor y no en el matrimonio. La bendición del sacerdote, el acta del juez, las conveniencias sociales, son invenciones humanas de las que se ríe el amor, eterno y caprichoso soberano del mundo imaginado por todas las mitologías, como un dios voluble y tornadizo. Cuando el amor se aleja para siempre, ¿a que empeñarse en mantener la ligadura del matrimonio entre dos seres que se odian o se desprecian, como los presos que amarrados por la misma cadena han de satisfacer en común las más groseras necesidades? Sin el amor no debe subsistir la asociación del hombre y la mujer, por más bendiciones que la santifiquen y leyes que la protejan. Los seres sanos y fuertes, cuando no se aman, deben decirse adiós, sin pena y sin rencor, emprendiendo distintos caminos para rehacer de nuevo su vida.
Vicente Blasco Ibáñez.
No somos personas jurídicas; estamos sometidas a una minoría casi perpetua, hijas y esposas no podemos vender, hipotecar, obligarnos ni recibir donaciones. Solo se tienen algunos de estos derechos en el caso de estar casada bajo el régimen de separación de bienes, y aun así, no son completos. […] Quiero para ambos sexos idénticos derechos, las mismas leyes e igual educación […] Pero dentro del hogar, en el arte, en el trabajo, en todas partes procurad elevar vuestro nivel intelectual y moral. Mitad de la humanidad y educadoras como madres y compañeras, no debemos ser inferiores al hombre en conocimientos y en cultura. Hay que reclamar igualdad completa ante las leyes, hay que conquistar la independencia y el respeto y contribuir al progreso y desenvolvimiento de la sociedad
(El Pueblo, 29-V-1907).
Nosotros estamos en uno de esos momentos de transición en los que se transforma la faz de una sociedad entera […], bastará fjarse en la evolución que en la vida de la mujer se opera y comprenderemos el importante movimiento evolutivo que presenciamos […] caen ante ella derrumbadas las viejas murallas de prejuicios absurdos, y se le da el puesto de compañera que debe tener en el hogar y en la vida, y se la escucha y se la educa, y se la dignifica. El hombre comprende que su obra es obra de colaboración […]. Nuestra obra no es de lucha, es de colaboración: su secreto está en el compañerismo
Catalina Bárcenas.
Los pasillos del teatro Lara que conducen a los cuartos de los artistas tienen una paz claustral. Después de haber estado entre el bullicio del público, la impresión que se siente al entrar en ellos es de casa deshabitada. No encuentro a nadie: ni artistas, ni visitantes, ni criados. Me detengo, desorientada, y veo al actor que representa el 'pinche' en Petit café.
Dudo en preguntarle, no sabiendo como dirigirme a él. Creo que mi pregunta puede molestarle, por lo extraña que resulta la figura caracterizada fuera de la escena. Al fin me decido:
—¿El cuarto de la señora Bárcenas, hace el favor?... Y aquel 'mozo' de cara pintarrajeada, me señala con cortesía y una rara distinción, que forman un contraste con su papel:
—Este mismo.
Está la puerta entornada, como la puerta de las casas en los barrios apacibles de las ciudades pequeñas a la hora de la siesta. Llamo con dos golpes a esa puerta de la ciudad que forman los artistas, y espero con ese temor de no ser oídos que nos acomete ante toda morada desconocida, creyendo que nos pueden tomar por otras personas distintas de las que somos. Pero la puerta se abre y nos encontramos en presencia de la Bárcenas un poco desconcertada porque la sorprendemos en medio de su toilette. Está vestida con una blusa blanca; su peinado, sin concluir, deja caer sobre el rostro los rizos cortados, que le dan un aspecto gracioso y juvenil. El infiernillo de alcohol arde sobre la mesa y su mano sostiene aún las tenacillas de rizar. Se disculpa, amable, para adelantarse a mis excusas, y me hace sentar:
—Como no trabajo esta noche —dice— me disponía a irme a otro teatro para distraerme un rato. Se nota en ella una alegría de muchacha, que ajena al teatro, va a ver una función. Parece que va a respirar y a vengarse siendo espectadora; es una escapada que hace a su destino. Siento quitarle esa despreocupación de quien va al teatro con la reflexión que imponen mis preguntas, por más que procuro hacerlas ligeras y llenas de frivolidad. Ella conoce mi temor y me tranquiliza, diciéndome:
—No crea que me molestan las preguntas que me hacen, sino las contestaciones que yo he de dar.
—Se parecen ustedes, las actrices, un poco a los políticos, en lo que cuidan sus declaraciones. La Bárcenas se ríe y me contesta:
—Es que lo único interesante que yo tengo que decir es lo que me han escrito los autores, y eso ya lo ha oído el público.
Hay quien quiere hallar en los libros femeninos lo que el pudor hace inconfesable. Esos gritos de deseo carnal que resultan bellos en la poesía de Juana de Ibarbourou porque se encuentran en su entraña, tan unidos a su alma y a su cuerpo, que llegan a adquirir ya una pureza casi mística, pero no pueden formar escuela. Se exige de la mujer perfección. Los críticos, hombres generalmente, la tratan, salvo honrosas excepciones, con desdén o con una galantería más perjudicial aún. En casi todas las críticas, en todas las entrevistas con una mujer, el hombre hace valer su masculinismo para dirigirle alabanzas a la belleza, que merman el valor de los juicios a su intelectualidad; o para mortificarla con el ridículo, si no es joven y bella. No se deslinda en esto el campo de la actriz y la escritora, que no necesita la exhibición personal al público, sino la madurez de su talento.
Se suele ser inclemente con la labor de la mujer, sin tener en cuenta el mayor número de nulidades y de casos de arribismo de los hombres, no por inferioridad de ellos, sino por el mayor número que concurre y las grandes facilidades que se les dan.
Se quiere comparar a toda mujer solo con los hombres de genio, y no se compara nunca a los ineptos y mediocres con las mujeres geniales. Para cada escritora sin valor hay un millar de hombres en igual caso.
Las Academias cierran obstinadamente sus puertas a la mujer. La Academia Francesa no tiene miembros tan ilustres como algunas de las damas que rechaza. La condesa de Noailles ha sido admitida en la Academia de Bélgica, mientras que le ha negado ese honor su propio país. Mme. Aurel presentó su candidatura y pensó en fundar una Academia de damas.
En nuestra Real Academia Española tuvo entrada doña María Isidra de Guzmán y de la Cerda, protegida de los Reyes, que a su talento y galano decir unía el encanto de sus años juveniles y su belleza. Pero después se cerró a piedra y lodo para las damas.
Amadís, vuelve a salir al palenque, en buen hora, por cierto. Hace falta que el esforzado y virtuoso caballero cabalgue y lidie descomunal batalla en pro de los ideales del romanticismo, derrotados y maltrechos, aprovechando un momento en que la ansiedad espiritualista se deja sentir, en una gran parte de la sociedad moderna; como en campo, largo tiempo reseco y sin lluvia, se advierte la sed que lo abrasa y lo consume. Amadís no ha muerto. El pequeño lays de su primitiva tradición, que, como el Doncel del Mar cruzó las aguas, se fortaleció en el combate y en el ejercicio del amor y de la justicia, para ser, como ellos, inmortal.
Tal se prolonga la vida de Amadís, al través de la tradición, que, a los dos libros primeros que se conocen, siguen luego otros dos y de ellos, como de robusto tronco, continúan floreciendo hijuelas, hasta llegar al octavo, en el que Juan Díaz, bachiller en cánones, se atrevió en 1526, a matar al héroe, tan amado de sus lectores que algunos hicieron duelo y llevaron luto por su muerte, como si de un personaje real se tratase.
Sin embargo, Amadís no ha muerto; parece que ha estado en alguna nueva prisión o nuevo encantamiento, porque lo vemos aparecer en 1535 redivivo, en un noveno libro debido a la torpe pluma de Feliciano de Silva.
Y sigue viviendo el esforzado paladín a través de las aventuras de todos los descendientes de Esplandián, D. Florisando y demás héroes anteriores a su resurrección: D. Silves de la Selva, Esferamundi, etc., hasta llegar a la décimacuarta continuación, que menciona D. Pascual de Gayangos, en su «Catálogo de los Libros de Caballerías» por referencia de Nicolás Antonio.
Retrato y biografía de Carmen de Burgos en la web del Ateneo de Madrid dentro de la campaña Las mujeres en su sitio.
Poco a poco, Recitario ha ido formando una antología sonora de nuestra autora, que cubre los años 1906 a 1932 y que reunimos aquí, para facilitar su lectoescucha; además, incorpora también la visión de Ramón Gómez de la Serna sobre su caompañera y amiga.
Y para terminar, algunos fragmentos con la descripción que hace su compañero y amigo Ramón Gómez de la Serna sobre Colombine.
Tomás Navarro Tomás trabajando con el fonógrafo en 1926, filmado en movimiento en la película Qué es España. Luis Araquistáin y Cayetano Coll y Cuchí. España, 1926, restaurado por el Instituto Valenciano de Cultura.
Tomás Navarro Tomás (La Roda, Albacete, 1884-Massachusetts, 1979). Fue un filólogo, escritor, investigador, bibliotecario e intelectual español. Se le considera una de las figuras más sobresalientes de la historia de la Filología española, discípulo predilecto de Ramón Menéndez Pidal, fue el fundador en España de la Fonética experimental, así como el sistematizador y maestro indiscutible del estudio de la Métrica.
Inició sus estudios universitarios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia y más tarde en la Universidad Central de Madrid donde obtuvo el título de Doctor en Letras, en 1909, con la tesis Notas filológicas sobre el Libro de los Emperadores de Oriente, manuscrito de fray Juan Fernández de Heredia, Gran Maestre de la Orden de San Juan en el siglo XVI. Fue becado por la Junta para Ampliación de Estudios y realizó un trabajo sobre las variedades dialectales del Alto Aragón publicado en 1908 en las Memorias de la Junta. Durante esta etapa comienza su tarea de editor de textos clásicos en la colección 'La Lectura', hoy 'Clásicos Castellanos' de Espasa Calpe. Con textos como Las moradas de Teresa de Jesús y la obra poética de Garcilaso de la Vega.
Ingresó por oposición en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos en diciembre de 1909 con destino en el Archivo Provincial de Ávila.
Entre 1912 y 1913 fue becado para estudiar Fonética y Dialectología en universidades francesas, alemanas y suizas.
Cuando regresó a España, en 1914, Menéndez Pidal lo nombra profesor en el Centro de Estudios Históricos, donde compatibiliza su puesto con el del Archivo Histórico Nacional, con las labores de director del Laboratorio de Fonética Experimental, con los cursos para extranjeros y con la gestión de la Revista de Filología Española.
Introdujo en España los métodos de investigación de Fonética y lo plasmó en su Manual de pronunciación española de 1918, Manual que ha marcado una época en esta especialidad, y ha sido traducido al alemán (1923) y al inglés (1926). Sirvió, además, de pauta fundamental para la enseñanza del español según la pronunciación española. Navarro Tomás fue uno de los primeros defensores de la pronunciación hispanoamericana, frente a aquellos que creían que la única correcta era la utilizada «en Castilla en la conversación de las personas ilustradas». También rompió con la falsa creencia de que nuestra lengua se escribe como se pronuncia, pues aunque el castellano sea más fonético que otras lenguas, no por ello refleja exactamente la pronunciación.
Durante esta etapa creó el Archivo de la Palabra junto a Eduardo Martínez Torner, en el que recogió las voces de los escritores y pensadores más destacados de su época. Estas grabaciones han sido recuperadas tras el Franquismo por la Residencia de Estudiantes de Madrid.
Ingresó en la Academia de la Lengua Española en 1935, para ocupar el sillón 'h' minúscula, con un discurso sobre El acento castellano. Fue director de la Biblioteca Nacional de España entre 1936 y 1939, y fue uno de los principales responsables de salvar gran parte del tesoro bibliográfico español del bombardeo de Madrid.
En enero de 1939 se exilió con su familia en Estados Unidos, donde ocupó la cátedra de Filología hispánica en la Universidad Columbia (Nueva York) hasta su jubilación (en 1952). Censurado por el franquismo, desarrolló en Estados Unidos su labor investigadora, convirtiéndose en una figura destacada del hispanismo español. En 1944 publicó el Manual de Entonación Española, donde estudió por primera vez la estructura melódica del idioma, destacándose también la importancia del grupo fónico como elemento básico de las construcciones melódicas de la frase. Otra obra relevante fue su Métrica española (1956), donde se muestra la historia de la poesía española e hispanoamericana y las tendencias de la versificación. Al lado de estas obras mayores publicó multitud de artículos en las más prestigiosas revistas lingüísticas, algunos de ellos recogidos en Los poetas en sus versos (1973).
Con Navarro Tomás se han formado tres generaciones de filólogos, lingüistas y profesores norteamericanos y españoles y llegó a ser el principal referente para todos los interesados en nuestra lengua a uno y otro lado del Atlántico.
Tomás Navarro Tomás nunca regresó a España, murió en el exilio americano a los noventa y cinco años de edad.
Son numerosos sus trabajos de investigación en torno a la Fonética y la Métrica españolas. Sus investigaciones han sido el punto de partida de filólogos contemporáneos para un mejor conocimiento de nuestra filología y nuestra historia literaria.
2. Diferencias de pronunciación.─ Sabido es que la lengua española presenta importantes diferencias de pronunciación, no sólo entre los diversos países en que se habla, sino entre las regiones de un mismo país, y frecuentemente entre las comarcas y lugares de una misma región. Estas diferencias son en España más hondas y abundantes que en las naciones hispanoamericanas. En regiones bilingües, como Cataluña, Valencia, Galicia y Vasconia, la pronunciación española aparece ordinariamente muy influida por la fonética propia del habla de cada región; en Aragón, Navarra, Asturias, León y Extremadura aparecen asimismo incorporados al habla española muchos rasgos fonéticos de los antiguos dialectos que en otro tiempo dominaron en estas provincias; y en Andalucía, la permanencia de algunos sonidos perdidos en castellano, el desarrollo de ciertas transformaciones fonéticas que, aunque de carácter general, no han llegado en las demás provincias a prevalecer, y, en fin, ciertos elementos peculiares de la región, dan a la pronunciación andaluza una fisonomía propia y característica. En líneas generales, la pronunciación hispanoamericana se parece más a la andaluza que a la de las demás regiones españolas.
3. Pronunciación castellana popular.— Hay también considerables diferencias de pronunciación entre el habla popular de Castilla y la lengua culta española. Unas mismas palabras no se pronuncian, por ejemplo, entre las personas de la alta sociedad madrileña de igual modo que entre las personas del pueblo bajo de Madrid; pudiendo hallarse, en general, más semejanza, en ciertos puntos, entre un labrador manchego y un campesino burgalés, que entre un abogado de Ávila y un pastor de la Paramera. El habla castellana, en las aldeas y pueblos rurales y hasta en el fondo popular de las capitales de provincia, ha "avanzado en su evolución fonética mucho más que la lengua literaria. Además, la pronunciación popular, fuera del dominio de ciertos rasgos generales, es mucho menos uniforme que la pronunciación culta, presentando en su gran extensión, desde el Cantábrico al Guadarrama, y más al Sur hasta los confines de la Mancha con Murcia y Andalucía, multitud de variantes y modificaciones.
4. Pronunciación correcta española.— Señálase como norma general de buena pronunciación, la que se usa corrientemente en Castilla en la conversación de las personas ilustradas, por ser la que más se aproxima a la escritura; su uso, sin embargo, no se reduce a esta sola región, sino que, recomendada por las personas doctas, difundida por las escuelas y cultivada artísticamente en la escena, en la tribuna y en la cátedra, se extiende más o menos por las demás regiones de lengua española. Siendo fundamentalmente castellana, la pronunciación correcta rechaza todo vulgarismo provinciano y toda forma local madrileña, burgalesa, toledana, etc.; y siendo culta, rechaza asimismo los escrúpulos de aquellas personas que, influidas por prejuicios etimológicos y ortográficos, se esfuerzan en depurar su dicción con rectificaciones más o menos pedantes. Esta pronunciación, pues, castellana sin vulgarismos y culta sin afectación, estudiada especialmente en el ambiente universitario madrileño, es la que en el presente libro se pretende describir. Llamárnosla correcta sin otro objeto que el de distinguirla de la pronunciación vulgar. La Academia Española, con cuyo criterio sobre esta materia viene a coincidir el que aquí queda expuesto, podría, en su función preceptista, realizar una importante labor señalando concretamente, siempre que fuese posible, en los frecuentes casos de vacilación que el uso presenta, la forma de pronunciación que estima más conveniente.
En las ideas de dominio común respecto al carácter del lenguaje de cada país, corresponde al acento el papel principal. Fuera de aquellas personas que por motivos especiales pueden referirse concretamente a determinados rasgos de la gramática, del léxico o de la pronunciación, lo corriente es, en la mayor parte de los casos, que las opiniones relativas a cualquier lengua se funden esencialmente en la impresión del acento. En virtud de esta impresión cada lengua figura en la opinión de las gentes con una fisonomía peculiar, en la cual se aprecian cualidades más o menos gratas y estimables. Por el acento las lenguas parecen claras u oscuras, suaves o ásperas, monótonas o musicales; unas resultan flexibles y delicadas y otras incultas y rudas, a unas se las admira y elogia y a otras se les considera faltas de belleza y atractivo. La imagen con que nos representamos una lengua viva es ante todo una imagen acústica. Los rasgos que componen esa imagen responden a los efectos fonéticos que en dicha lengua se aprecian. No se puede, naturalmente, tener tal representación de una lengua que sólo se conoce por la escritura. Las lenguas muertas no son, en realidad, sino lenguas sin acento, lenguas mudas que hablan con los signos de la escritura, sin timbre ni metal de voz. Una lengua viva es como un instrumento sonoro, con un carácter acústico determinado. Según la destreza e inspiración del ejecutante, el instrumento podrá sonar con mayor o menor soltura, fluidez y facilidad, pero siempre con su propio timbre. El timbre o metal de una lengua o dialecto es lo que llamamos acento, o con nombres más familiares, tonillo o dejo. No consiste el acento solamente en el elemento musical que estos nombres traen en primer término al pensamiento, sino en el efecto de conjunto que resulta de los diversos elementos fonéticos de la lengua en su dinámica habitual, o sea en su modo de producirse y combinarse, independientemente de su función semántica, voluntaria y consciente en el acto de la expresión. Son factores del acento el matiz peculiar de los sonidos dentro del tipo fonológico que cada uno representa; la frecuencia relativa con que se emplean unos u otros sonidos en el uso corriente del idioma; el tiempo o compás más o menos rápido o lento de la elocución; la medida de la intensidad espiratoria en lo que no afecta a la fonología particular de la palabra, y el movimiento musical de la voz, fuera de su papel en la actualización o determinación lógica y psicológica de cada frase […]
Nadie ignora, sin embargo, que cada lengua tiene su acento, que cada lengua suena a su manera. Percibimos inmediatamente el acento de las gentes cuyo modo de hablar es diferente del nuestro. El acento que menos conocemos es el que nosotros mismos usamos. Tan difícil es percibir el acento de la lengua materna como oír el timbre de la propia voz. No hay que pensar que el castellano, como muchos creen, se hable sin tonillo o dejo de ninguna clase. El acento español es tan evidente para el oído francés, por ejemplo, como el francés para el oído español. El acento es el indicio más auténtico por el cual descubrimos la naturaleza de una persona, y es, asimismo, lo primero que a nosotros nos declara y define ante los demás. Se comprende que en la opinión que se tenga del acento de una lengua extranjera, dado el carácter subjetivo de estas impresiones, influyan los hábitos eufónicos a que cada uno se halle acostumbrado por la prosodia de su propio idioma. También es posible que, traspasando al campo lingüístico impresiones de otro carácter, influyan en el concepto del acento de cada lengua actitudes de simpatía o desafecto motivadas por las relaciones políticas entre unos pueblos y otros.
En el movimiento melódico de la conversación o del discurso, el castellano no desarrolla escalas ascendentes y repetidas como el francés, ni giros ampliamente ondulados como el italiano, ni inflexiones descendentes como el inglés, ni líneas quebradas y angulosas como el alemán. El castellano sitúa el tono en la altura que corresponde a cada grupo melódico y lo sostiene, como en equilibrio, en el mismo nivel aproximadamente, dentro del cuerpo de dicho grupo. La entonación castellana no se compone de escalas, arpegios ni ligaduras, sino de notas prolongadas, relativamente uniformes, acordadas entre sí por intervalos regulares. El orden y compás de estos movimientos y la pureza y sobriedad de estas líneas dan al acento castellano su pausada armonía y su señoril distinción […]
Existe un desarrollo paralelo entre metros y estrofas a través de los períodos reseñados. El concepto de la estrofa se define tan pronto como el del verso en la unidad musical de la frase cantada. La cuarteta asonante, abeb, y la seguidilla, de disposición análoga, abeb, aparecen entre las primeras manifestaciones líricas de la lengua, junto a las breves y variables formas de los estribillos. Cuartetas y seguidillas se registran sin interrupción de un siglo a otro, aun cuando la humildad de su representación les haya hecho vivir al margen de la poesía culta. Su próximo parentesco con el romance hace suponer igual antigüedad en esta forma métrica, ligada además estrechamente con las viejas series monorrimas de los cantares de gesta. Antes del siglo XII hicieron su aparición combinaciones de mayor progreso artístico, como la redondilla románica de rimas cruzadas, abab, que había de quedar para siempre en la versificación española, y el zéjel mozárabe, aa : bbba, que después de su extensa difusión medieval dejaría un eco constante en los siglos sucesivos. Otras dos invenciones semejantes al zéjel, sobre la misma base métrica del octosílabo o del hexasílabo, el villancico, abba : cdcd : deea, y la canción trovadoresca, abba: cdcd : abba, definidas y divulgadas por las Cantigas de Alfonso el Sabio, siglo XIII, enriquecieron la lírica antigua, nacional y extranjera, y mantuvieron prolongadamente su prestigio. La poesía cortesana del siglo XIV desarrolló la tradición provenzal, reelaborada a través de Galicia, Aragón y Cataluña, de las estrofas de dobles unidades métricas. Durante mucho tiempo imperaron las coplas, de arte menor, las reales, las de pie quebrado y otras combinaciones octosílabas, fundadas en el principio de elementos adicionados y compuestos. Un ponderado sentido de armonía evitó llegar dentro de este sistema a la imitación de extremados modelos extranjeros. Bajo la práctica de las coplas compuestas definió sus rasgos la quintilla, compañera más tarde de la redondilla en el amplio campo del teatro del Siglo de Oro. Otras dos formas octosílabas más propiamente originales, que habían venido pasando por lento proceso, fijaron su estructura regular a la salida del siglo XVI: la décima y la glosa. Un siglo después impuso su dominio la octavilla aguda italiana, popularizada por las canciones y leyendas románticas. En todo momento, el octosílabo aparece como instrumento esencial de la lengua en sus invenciones o adaptaciones métricas.
Testimonios abundantes demuestran la existencia de la rima en canciones populares latinas. Aunque en latín clásico el verso era ordinariamente suelto, los poetas se servían en ocasiones de la rima para determinados efectos de expresión. La rima adquirió mayor desarrollo en los cantos civiles y religiosos del latín medieval. Las lenguas romances, desde el primer momento, adoptaron y generalizaron en su versificación la práctica de este recurso, base de una línea de armonía en que las palabras sitúan sus concordancias en una ordenada relación de tiempo. La rima añade la variedad de su armonía a la muda coincidencia de los tiempos finales del verso. Los precedentes latinos ofrecen testimonios tanto de la rima consonante, en que coinciden todos los sonidos finales a partir de la última vocal acentuada (esposa : hermosa), como de la rima asonante, en que sólo coinciden las vocales (esposa : corona). En el arte trovadoresco la rima consonante se convirtió en uno de los principales motivos de ingenio y maestría. Fue la época de las coplas unísonas que se sujetaban a las mismas rimas, del macho/hembra que formaba parejas de versos con la misma palabra final en forma masculina y femenina, la leixapren que repetía el último vocablo del verso al principio del siguiente, y de varios otros artificios comprendidos bajo el concepto de galas del trovar.
En cada período se ha destacado algún tipo de estrofa cuyos rasgos han guardado cierta relación con el carácter de la poesía que lo ha practicado y preferido: el cuarteto monorrimo o cuaderna vía, en la poesía de Clerecía; la copla de arte mayor, en la Gaya Ciencia; el soneto en el Renacimiento; la décima en el Siglo de Oro, y la octava aguda en el Romanticismo. La imprecisa fisonomía de la poesía neoclásica debió ser la causa de que no dejara su sello en ninguna clase de estrofa. En la actualidad se dan tendencias contrarias que suelen oponerse hasta en las producciones de los mismos poetas; de una parte se cultiva la estrofa con refinamiento y de otra se buscan nuevas experiencias en el inseguro campo del verso libre, ajeno a los recursos de la estrofa, de la rima, del acento y del metro. La estrofa define y sitúa la función del verso dentro de la armonía de la frase métricamente organizada. La rima establece la correlación de unos versos con otros como miembros de esa misma unidad. Desligado de la estrofa y de la rima, lo que el verso gana en libertad lo pierde en virtud musical. La misma inclinación por la variedad y el mismo estímulo de experimentación que ha multiplicado los tipos de versos en la poesía española se manifiestan en la diversidad de las estrofas. A pesar de sus limitaciones, el cuadro que este libro presenta da idea de la riqueza de modalidades con que el ingenio de los poetas ha utilizado las aptitudes prosódicas y rítmicas del idioma en la continua reelaboración de estas formas métricas. Sin duda las posibilidades no están agotadas, y metros, rimas y estrofas deben tener aún larga vida por delante.
Poco a poco también, 'Recitario' ha ido formando una antología sonora de nuestro filólogo, que cubre los años 1916 a 1973 y que reunimos aquí, para facilitar su lectoescucha.