Letra 15. Revista digital
Revista digital de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» de Madrid - ISSN 2341-1643

Sección CARPE VERBA

Carpe Verba

4.
Novela por entregas
El hedonista o los laberintos del placer

Entrega quinta y última. Juegos de la memoria

Azucena Pérez Tolón:

Azucena Pérez Tolón

Licenciada en Filología Hispánica y Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Posee un Máster de Radio y en los años 90 ejerció su labor periodística en RNE y Onda Cero. Catedrática de Educación Secundaria en Lengua Castellana y Literatura ha desarrollado su labor docente desde 1982 en diversos centros públicos de la Comunidad de Madrid, en la que también ha sido Asesora de Formación del Profesorado. Es coautora de varios libros de texto de Educación Secundaria y Bachillerato de la Editorial Edelvives y Casals. Ha colaborado en diversos proyectos educativos y culturales como Guía didáctica para la visita del Museo del Romanticismo en Madrid. Ha publicado la novela El peso de la ausencia con el sinónimo de Azucena Charmes. Actualmente es la secretaria de la Asociación de Profesores de Español «Francisco de Quevedo» y cofundadora de la revista Letra 15.

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El contenido de esta novela erótica está reservado a personas adultas. Por favor, si usted no pertenece a ese grupo no siga leyendo.

A modo de prólogo

La entrega primera de la novela erótica por entregas El hedonista o los laberintos del placer, titulada  El hedonista no nace, se hace, se publicó en el número 11 de la revista Letra 15 en mayo de 2021. Los cuatro capítulos de la entrega segunda, titulada El placer es el camino, se ha ido publicando sucesivamente en la sección Biblioteca APEQ de la web de la Asociación. La entrega tercera, La seducción del poder, se publicó en el número 12 de Letra 15 y la cuarta, Si el amor fuera la meta, también en la Biblioteca APEQ. Aquí y ahora se publica el desenlace con la quinta y última entrega, que se puede leer a continuación.

 

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5.1. Recordar es vivir

 

Las cosas no siempre son como las vemos, sino como las recordamos.

Durante años había querido olvidar, ahora, sin embargo, las imágenes fluyen, los recuerdos me asaltan y las voces remotas regresan sin control. Desde que recibí el mensaje de Lucas mi vida ha dado un vuelco, los viejos fantasmas han resucitado o quizás, no habían muerto del todo.

Alejandro ha sufrido un ictus que le ha dejado graves secuelas. Está prácticamente paralizado del lado izquierdo y ha perdido el habla. Necesita cuidados. Por el momento está ingresado en un Centro a treinta kilómetros de Madrid para ver cómo evoluciona. Aunque no pregunta por ti, leo en sus ojos que querría verte antes de que sea demasiado tarde. Lo dejo en tus manos. Espero respuesta. Un fuerte abrazo. Lucas

Hace diez días que estoy instalada en Madrid, en mi vieja casa, la que fue de mis padres, donde pasé mi infancia feliz y mi primera juventud. Hace diez días que cada mañana me preparo minuciosamente, con dedicación, para la visita, como si fuera a asistir a una ceremonia que requiere concentración o entrenamiento. Me doy un baño de sales, sin prisa, me relajo en el agua tibia mientras escucho música suave, me dejo envolver por la espuma y respiro la calidez del cuarto de baño que se ha ido humedeciendo poco a poco por efecto del calor. Me cubro de cremas hidratantes, reafirmantes, exfoliantes y perfumo todos y cada uno de los rincones de mi cuerpo. Observo mi figura desnuda ante el espejo como un rito y advierto, entonces, el paso del tiempo, palpable e insolente. Soy joven, lo sé, apenas he cumplido los cuarenta pero ya destapo todos los tarros de cremas, lociones o ungüentos cosméticos que tengo en mi poder y como en un laboratorio, estudio cuál de ellos me va a servir para enmascarar con acierto cada una de las pequeñas huellas que la edad va dejando sobre mi piel.

Nunca sé qué vestido elegir, doy varias vueltas al armario, inconscientemente, busco algo que me haga parecer más joven, como si el tiempo no hubiera pasado. Doy, después, un largo paseo para relajarme y meditar; sólo así me inyecto una dosis vital lo suficientemente importante para poder enfrentarme a él, sin derrumbarme.  

Hoy, he hablado por teléfono con Bruno, insiste en venir a España, le he prometido que lo hará en Navidad, sólo faltan seis semanas; es la primera vez que estaremos tanto tiempo separados y lo echo de menos. No entiende por qué  me he venido tan apresuradamente, y sobre todo por qué no me ha acompañado. Le recuerdo que los estudios son importantes, que no quiero que pierda clases; pero intuye que le oculto algo.

Durante el trayecto, en coche, pienso mucho, mi mente sin querer se aleja, se instala en otros tiempos y en otros lugares, escenas del presente y del pasado se confunden y los muchos habitantes de mi memoria se hacen visibles en cada curva, en cada revuelta del camino, como secuencias de una misma película que ya haya visto centenares de veces. Transito de las preocupaciones actuales a otras ya remotas que me inquietaron en su momento, que hoy son solo vagos fantasmas que de vez en cuando reaparecen.

Mientras conduzco recuerdo la primera vez que lo vi en persona; antes había reparado en él en las viejas fotografías del colegio de mi padre; una de ellas, en la que también aparecía Lucas, había presidido durante tiempo la vieja mesa de la biblioteca de casa; ya entonces la luz le favorecía, destacaban sus ojos color miel y su sonrisa franca, contagiosa.

El día que murieron mis padres, a pesar del dolor, descubrí el atractivo especial que ejercía su sola presencia, me fascinó de inmediato, aún hoy perdura esa fascinación a pesar de los años y los acontecimientos. Cuando supe que mi padre había decidido que él fuera mi albacea, me alegré, tendría que verle a menudo. Estaba en una edad en la que el corazón manda, así que me autoconvencí, sin mucho esfuerzo y contra todo pronóstico, de que Alejandro Leyva se convertiría en el gran amor de mi vida. Tenía dieciséis años, no era una chica especialmente guapa, aún no conocía el amor ni muchos menos las artes de seducción, pero tenía claro mi objetivo. Desarrollé una gran capacidad de observación para aprender rápido y me entregué en cuerpo y alma, desde mi ignorancia, a conquistar su corazón.

Mi sexto sentido me decía que no le era indiferente, desempeñó su tarea con tesón. Se interesaba por mis estudios, por mis amistades y relaciones como un tutor ejemplar. Gané popularidad en el colegio desde que él iba a buscarme; en ocasiones invitábamos a merendar a alguna amiga que luego divulgaba entre las compañeras de clase lo galante y atractivo que era y yo me sentía especial. No se me escapaba el magnetismo que despertaba en algunas mujeres por la calle o en los restaurantes; a veces coincidíamos con alguna amiga suya o compañera de trabajo que se desvivía por llamar su atención, él se mostraba amable, encantador con la palabra oportuna; entre tanto, yo marcaba el terreno, le tomaba del brazo, me acercaba más a él para que la amiga de turno se percatara de que no iba solo. Siempre me presentaba por mi nombre, sin aclarar nuestra relación, aquel halo de misterio me complacía hasta la vanidad.

Crecí mirándome en sus ojos, maduré buscando su admiración en todas y cada una de las acciones que emprendía, disfruté del sexo y del amor, dejándome llevar por su experiencia, entregándome con pasión a sus deseos hasta que un día, todo se volvió turbio.

La primera vez que sentí el roce de su cuerpo, en un baile inocente, apoyé mi cabeza sobre su hombro buscando protección, sus manos recorrieron mi espalda, su aliento acarició mi cuello, y un cosquilleo desconocido consiguió levantar mis pies del suelo, mientras trataba de contener la respiración para que la magia del momento no se apagara. Cuando cumplí dieciocho años, me regaló aquel viaje a Lisboa, inolvidable. Durante años soñé con aquellos días, él y yo solos en una ciudad desconocida, compartiendo la habitación de un hotel, callejeando cogidos de la mano, contemplando espectaculares atardeceres, cenando en románticos restaurantes, como una pareja de verdad. Por primera vez me sentí parte de su vida y supe que eso es lo que quería para mi futuro. 

El día que Alejandro cumplió cuarenta años, todo se precipitó. Le propuse celebrarlo solos en su casa, temí que tuviera otros planes, pero me sorprendió gratamente al aceptar. Lo preparé todo con minuciosidad: la comida, el vino, la música, la iluminación y el regalo. Había pintado un pequeño retrato de los dos en el mirador de San Pedro, en Lisboa, al atardecer; se le iluminaron los ojos cuando se lo entregué y me besó en la boca por primera vez.

Había fantaseado muchas veces con ese momento, me agobiaba no estar a la altura, decepcionarle, me esforcé por corresponder de forma apasionada, pero estaba nerviosa y demasiado rígida, me odié por ello. Sentía el calor de sus manos desabrochando los botones de mi blusa, quitándome el sujetador, pellizcando mis pezones, pero yo seguía tiesa, sin poder mirarle a los ojos como una estatua inerte que está siendo esculpida por el artista. Poco a poco, mi cuerpo empezó a responder: su lengua recorría mi  vientre y exploraba con descaro lugares secretos, el corazón me latía de prisa, sentía las mejillas encendidas y un sofoco intimidatorio en la entrepierna, intentaba encajar mi cuerpo a sus movimientos. Entonces, se incorporó, me tomó en sus brazos y me llevó a la cama, lo había visto en tantas películas que no me parecía real, me aferré a su cuello como en un naufragio y esta vez sí, acoplé mi cuerpo al suyo para afrontar juntos, todos y cada una de los golpes de mar que estaban por venir.  Desnuda, con los ojos cerrados, en una tensa calma, saboreé por fin su lengua, enfrenté la presión de su cuerpo y me desgarré cuando un arma fuerte y poderosa se abrió paso entre mis piernas hasta tocar lo más profundo de mi ser. Le arañé la espalda, grité con fuerza hasta perder el sentido, para ahogarme, después, en un llanto desconsolado.

Cuando se lo conté a mi amiga Marisa casi le da un síncope.

─¡Qué estás haciendo, Clara!

─¿Qué ocurre, tú te estas acostando con Javier y a mí me parece bien? ─le increpé.

─Si, pero… ¡Javier es mi novio, no mi padre! ─chilló.

─Alejandro no es mi padre ─contesté con furia.

─Ya sé que no es tu padre, pero casi. Lo que pasa es que te ha absorbido el seso, te tiene hechizada; pero mujer, si es un viejo, cuando tú tengas 35 años y estés en la plenitud de tu vida, él será un anciano, entonces ya no te gustará su cuerpo, ni sus manos, ni su sonrisa, será un viejo achacoso, sin más ─concluyó.

La franqueza de Marisa logra sacarme una sonrisa melancólica, años después, a las puertas del Sanatorio donde un Alejandro envejecido y enfermo me espera.  Me quedo en el coche unos minutos para reponer fuerzas; los recuerdos se pelean por ver la luz: Florencia, las largas y excitantes conversaciones telefónicas, las noches de pasión, el anillo de compromiso, nuestra eterna luna de miel de los primeros años. Nadie apostaba por nuestra relación, ni siquiera Lucas que nos adoraba a los dos, también a él le pareció precipitado el compromiso y el matrimonio.

─Es una auténtica locura ─dijo, cuando se lo contamos.

Eso ya lo sabíamos, los dos, era una locura excitante que teníamos que vivir imperiosamente. Pronto empezaron los juegos. En un mercadillo de Bali me compró unas bolas chinas para fortalecer el suelo pélvico. Lo dijo en voz alta y yo le tapé la boca avergonzada.

─Nadie nos entiende, no te preocupes ─me susurró─. Este artefacto te hará ver las estrellas, tendrás un orgasmo salvaje ¿no te resulta tentador?

Nos echamos a reír.

─No necesito estas cosas, te tengo a ti.

─Naturalmente, pero tengo que espaciar mis polvos o acabarás conmigo. Eres joven y te he acostumbrado muy mal.  Póntelas esta noche, es la última ─insistió.

No me pude negar. Se trataba de un mecanismo formado por dos bolas unidas por un cordón, en cuyo interior se encontraba otra bolita más pequeña que chocaba contra las paredes de la bola que la contenía. Las untó de gel lubricante, me abrí de piernas y me las colocó con delicadeza.

─Tienes que aguantar un poco, si no la cosa no tiene gracia ─decía entre risas.

─No puedo. No aguantaré mucho. Siento la vulva inflamada. Las bolas se mueven demasiado. Apenas puedo caminar.

─¡Qué suerte! Amor.

Aquella cena fue memorable, apenas podía hablar, evitaba los movimientos bruscos y tenía una permanente cara de angustia. Tras la cena Alejandro me sacó a bailar a una pequeña pista llena de gente. Al principio estaba estirada como un palo, poco a poco me dejé llevar por la música y aquellos chismes enloquecieron, sentía pinchazos, convulsiones… Alejandro me abrazaba con fuerza y presionaba con su mano mi entrepierna; un tsunami  se me vino encima, mi vientre se contrajo, gemí levemente y salí disparada al cuarto de baño; me introduje  los dedos violentamente por debajo de las bragas para liberarme de una vez,  estallé, creo que el gritó se oyó en la pista de baile.

Casarme con Alejandro fue adentrarme en su propio laberinto, lleno de rincones prohibidos, pasadizos secretos y fantasías inabordables. Sé que nunca quiso hacerme daño: me protegía a su modo, pero exigía una entrega total y no fui capaz de seguirle. Las dudas, los celos, los juegos no deseados y Claudia siempre Claudia, merodeando por nuestras vidas, acabaron por poner punto y final a nuestra historia.

Me limpio las lágrimas incómodas que aparecen en mis ojos al recordar aquel nombre y me retoco instintivamente el cabello, mientras me dirijo a la recepción:

─Buenos días, Clara, el señor Leyva la espera en la galería.

─Gracias.

Lo distingo a lo lejos, un rayo del sol invernal se refleja en su pelo grisáceo. Mira por la ventana desde su silla de ruedas, creo que me ha visto, intenta sonreírme. Avanzo hacia él con decisión incluso con coquetería, siento su hechizo como la primera vez que lo vi, aunque ya solo nos envuelva el silencio.

 

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5.2. Heridas del alma

Cuando menos te lo esperas, el pasado remueve el presente, te zarandea y no sabes a donde te lleva, solo te queda confiar en que sea a un lugar al que deseas ir.

Mi patria fue durante mucho tiempo Alejandro Leyva, con sus luces y sus sombras, mi vida giraba en torno a él, sus deseos eran los míos, sus locuras, mis locuras y no aspiraba a otra forma de vivir y sentir que no fuera la suya. Al principio nos bastaba nuestro amor y nuestros juegos para ser felices. A mí me bastaba, aunque a veces temía no ser la compañera que él necesitaba.

Pasaba la mayor parte de mi tiempo en casa, pintaba, estudiaba y lo esperaba. Cuando oía la puerta de la calle, mi corazón se desbocaba, cada reencuentro era un momento dichoso, nunca me defraudaba: unas flores, un regalo si venía de viaje y una sonrisa poderosa que iluminaba la habitación y mi existencia.

El día que me habló de la fiesta en casa de Claudia un malestar absurdo y persistente se adueño de mí. Conocía la relación que Alejandro había tenido con ella y me sentía incómoda, nunca podría compararme con ella, envidiaba su carácter decidido, la soltura con que trataba a los hombres, la elegancia natural con la que se manejaba por la vida, en definitiva, su capacidad de seducción. No sé si eran celos pero sí una gran desconfianza, porque siempre descubría en sus ojos una doble intención, algún oscuro plan que nos incumbía a todos y del que ella saldría beneficiada; por eso dudaba de su simpatía, de su amabilidad y recelaba de esa invitación inesperada. Alejandro insistió; el hecho de que la fiesta tuviera como objetivo exponer obras de artistas jóvenes y desconocidos, me animó y decidí dejar de lado mis prejuicios.

Cuando llegamos, me sorprendió la cantidad de gente que había convocado y la calidad de los cuadros expuestos; Claudia sabía cómo moverse, se manejaba como pez en el agua entre artistas, banqueros y profesionales de todos los ámbitos. Me saludó como la abeja reina e inmediatamente me hizo ver que Alejandro seguía siendo su objetivo; traté de disimular mi mal humor y me dediqué a la exposición. Una pintura llamó inmediatamente mi atención, me fascinaron sus trazos gruesos y la fuerza que irradiaban sus colores, me quedé largo rato contemplándola; poco después conocí a su autor, congeniamos de inmediato y la fiesta adquirió otro significado.

César Onix me pareció interesante como persona y como artista desde el primer momento: su aire lánguido de bohemio parisino me conquistó; me tomó del brazo para presentarme a otros jóvenes artistas como si nos conociéramos de toda la vida. Apenas coincidí con Alejandro en toda la noche, lo busqué varias veces con la mirada, parecía disfrutar con antiguos colegas, así que no me preocupé; en alguna ocasión percibí un cierto reproche en sus ojos, sobre todo cuando César se acercaba demasiado para hablarme o piropearme. Él también coqueteó con Claudia, bailaron juntos y creo que se besaron pero intenté no darle importancia, comportarme como una mujer de mundo, al fin, yo también estaba disfrutando.

Después de aquella velada mi vida cambió. Frecuenté el estudio de César y otros pintores, me introduje en su ambiente y se me abrieron nuevos horizontes.  Alejandro se alegró al principio, pero pronto aparecieron los celos, algo inusual en él. Ante sus indirectas, le aseguré que César era solo un amigo y no tenía ningún deseo de acostarme con él, pero sus dudas fueron el motivo de nuestra primera pelea. Claudia volvió a sorprendernos con una nueva invitación a las puertas de la Navidad.

─Es una cena de parejas, César y ella y nosotros dos ─me comentó Alejandro.

Se trataba de celebrar el éxito de César, que había conseguido exponer en una importante galería de Berlín. La cena fue exquisita, Alejandro se mostró complaciente con César, ni rastro de los celos que alguna vez le habían atormentado. Claudia como perfecta anfitriona estuvo cortés y afable toda la noche, hasta que en los postres empezó a explicar con pelos y señales su relación con Alejandro; aquello me disgustó, pero supongo que era una manera de estar por encima, de controlarnos a todos los presentes, de dirigir la conversación y hasta nuestros pensamientos. Sonreí, conseguí relajarme y hasta quedarme dormida en el sofá, en brazos de mi marido.

Ignoro el tiempo que había pasado, el champán nublaba un poco mi mente, sentí las caricias de Alejandro y la pasión de sus besos, por un momento creí que estábamos en casa, en nuestro sofá o en nuestra cama y respondí con vehemencia. Cuando abrí los ojos, desorientada, comprobé que no era nuestra casa. Segundos después contemplé con nerviosismo cómo Claudia, semidesnuda, se lo estaba montando con César ante nuestros ojos: quise levantarme y huir; Alejandro me lo impidió y siguió acariciándome.

Minutos después, todo se estaba desbordando, me encontré inmersa en una película porno de alto voltaje: dos parejas follando a la vez, sin ningún recato, gemidos que se confunden, ropas esparcidas por la alfombra, la desnudez del otro, la intimidad compartida, el olor a sexo. Claudia fue más allá, propuso cambio de pareja y cabalgó furiosamente encima de Alejandro ante mis ojos desconcertados. Al final, me entregué al juego sin pensar, respondí a los besos de César, a sus caricias, a sus palabras obscenas, a la violencia con la que logró penetrarme en tremendas sacudidas. Apenas le reconocía, sus movimientos eran bruscos, su mirada lasciva, nada que ver con el artista sensible y de finos modales que admiraba, pero en aquellos momentos, ya estaba entregada, con una excitación al límite y me abandoné, sin pensar.  A nuestro lado, Claudia y Alejandro gemían sin pudor.

Los embistes de César habían adquirido un ritmo frenético, sudorosos y agotados, gritamos de placer, su cuerpo cayó sobre el mío, exhausto. Respiré, recobré una cierta consciencia en medio de aquella atmósfera densa, Claudia y Alejandro habían llegado al final y descansaban sobre la alfombra. César se incorporó y me liberó; sentí frío, estaba amaneciendo.

Volvimos a casa en silencio. Ya era de día. Me avergonzaba lo que había sucedido. Imágenes y sonidos incómodos me asaltaban, circulaban por mi retina como los árboles de la carretera. ¿Por qué lo acepté, por qué no me fui aquella madrugada y me llevé a Alejandro? Tal vez el deseo fue más hábil que la cordura y me arrastró con más facilidad de la que yo estaba dispuesta a reconocer. Alejandro tiene razón: el deseo es engañoso, explosivo, te hace prisionera, te zarandea como a un muñeco, pero cuando se difumina, comienza, inevitablemente, el temor, el miedo a lo que está por llegar.

Alejandro me apretó la mano con fuerza para disipar, por el momento, esos temores.

Durante algún tiempo no volví a ver a César, se marchó a Berlín, su exposición tuvo más éxito del esperado y se quedó en la capital alemana algunos meses. Alejandro y yo volvimos a la normalidad, nuestro amor parecía estar por encima de todo, incluso de las encerronas de Claudia; también ella desapareció por algún tiempo.

Tratamos de recomponer nuestras vidas, como si nada hubiera pasado, aunque los dos sabíamos que habíamos atravesado una delgada línea roja que terminaría por pasarnos factura. Alejandro no había cambiado al casarse conmigo, simplemente disfrutaba con el papel de maestro en artes amatorias que la naturaleza le estaba otorgando, y seducido por ese nuevo papel, se entregó al placer que le proporcionaba. Pero yo empecé a perder la confianza; no quería parecerme a Claudia, su exhibicionismo me ponía enferma, no quería participar más en esos juegos perversos, culpé a mi marido de seguirle la corriente, de continuar enganchado a ella y nuestra historia empezó a desmoronarse muy lentamente.

Meses después, viajamos a Ámsterdam, me gustaba mucho la ciudad, la recorrimos en bicicleta como manda la tradición, comimos en restaurantes flotantes, paseamos en barco por los canales y visitamos varios mercados de arte cerca de la plaza Rembrandt. La última tarde visitamos uno de esos clubes pornos que tanto gustaban a Alejandro. Cuando entramos en aquel lugar todo me pareció más refinado de lo que había imaginado, la primera sala parecía una discoteca chic, varias mesas dispuestas alrededor de una pista circular, parejas bailando al son de una música suave y una barra al fondo con varios taburetes ocupados; nos sentamos, finalmente, en un discreto rincón lejos de la pista.

Supuse que en el escenario en el que ahora bailaban las parejas sucedería algo, tal vez un espectáculo como el que habíamos contemplado en Londres.

─Sigues siendo la compañera ideal ─me susurró Alejandro, besándome en la boca, siempre con ganas de experimentar y aprender, como a mí me gusta─. ¿Te he dicho ya que eres la mujer de mi vida?

Nos besamos largamente, relajados; Alejandro encendió un cigarrillo de cannabis que compartimos, se le veía contento y eso me hacía feliz. 

─Vamos, demos una vuelta. Seguro que el local depara grandes sorpresas. Me tomó de la mano y lo seguí.

Nos dirigimos por un largo pasillo situado al fondo de la sala; a cada lado había habitaciones sin puertas, sólo cortinas rojas, descorridas; en su interior varias personas disfrutaban de lo que parecían distintos espectáculos eróticos, bebiendo y consumiendo droga.  En una sala pequeña un hombre enterraba su cara entre los muslos de una mujer que fingía un orgasmo, los espectadores reían y hacían comentarios obscenos. Me quedé mirando; segundos después, me percaté de que Alejandro había soltado mi mano; había mucha gente, un hombre orondo, se pegaba demasiado a mi trasero, los diferentes perfumes se confundían hasta respirar un aire espeso y contaminado que me inquietó.

Salí a toda prisa, descubrí a Alejandro unos metros más allá mirando con curiosidad hacía una habitación con luz violeta. Llegué hasta él; en el interior de la estancia, una mujer corpulenta, vestida con un tanga y un corsé de cuero negro, armada con un látigo fustigaba el cuerpo de un joven, desnudo, atado de manos con una cuerda y arrodillado frente a ella. Me sorprendió el rostro del chico que no debía tener más de veinticinco años, desencajado, sometido, con ojos llenos de deseo y lujuria, aceptando el dolor como parte de ese placer extremo.

─Me he asustado al ver que no estabas conmigo ─le susurré a Alejandro cuando pude llegar hasta él.

─Lo siento. Solo estaba a unos metros de distancia.

─No me encuentro muy bien, preferiría irme al hotel ¿no te importa? ─pregunté.

─Claro, toma un taxi. Yo iré dentro de un rato ─replicó ante mi desconcierto.

Era la primera vez que nos separábamos en situación semejante.

─¡Si no te importa volver sola! ─aclaró ante mi cara desencajada.

─Naturalmente que no ─respondí entre dientes.

Regresé al hotel decepcionada, herida en mi autoestima y con tremendas ganas de llorar. Me tomé una valeriana y me acosté rápido intentando tranquilizarme. Me despertó el ruido de la ducha, estaba amaneciendo, había logrado dormir varias horas. Alejandro salía del cuarto de baño y se disponía a meterse en la cama, supuse que acabaría de llegar; me hice la dormida.

─Sigue durmiendo querida, todavía es pronto.

Se metió en la cama, me abrazó por la espalda, como cada noche, acoplamos nuestros cuerpos y se durmió, oía su respiración acompasada y sentía sus brazos fuertes en los que me había sentido segura desde mi adolescencia, pero soñé con días desapacibles de nubes negras y ruidosos truenos.

Por la mañana se despertó radiante, con toda la naturalidad me dijo que se había divertido mucho y me agradeció mi paciencia. Me habló de la práctica japonesa del shibari, que había descubierto, el sexo con ataduras, la excitación perversa que provoca estar inmovilizado, la confianza ciega que requiere para poder relajase y explorar un laberinto de placer desconocido.

─Tienes que probarlo algún día, cariño ─, concluyó mientras se levantaba de la cama.

─Por cierto, ¿me perdonas, por no haberte acompañado al hotel? ─imploró, zalamero.

Asentí. Me aguanté los reproches; a esas alturas, ya estaba totalmente segura de dos cosas: él me quería a su modo y desde luego, nunca iba a cambiar. Estaba en mi mano cargar con ese equipaje con la mejor voluntad posible o abandonarlo antes de que el daño fuera irreparable.

 

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5.3. Tocando fondo

Hay que saber levantarse cuando se toca fondo, pero sin prisas, disfrutando de nuevo de la subida a la superficie.

Después del verano recibí una llamada de César. No lo había vuelto a ver desde aquella madrugada de sexo compartido en casa de Claudia. Supe de él por los periódicos, había triunfado en Berlín y ya aparecía como el mejor pintor de su generación con proyección internacional. Sentía una envidia sana, César había conseguido lo que yo había soñado tantas veces, claro que él vivía por y para la pintura mientras yo tenía otros intereses, ajenos al arte.  

Aquellos días, Alejandro estaba de viaje, invité a César a comer a casa, como dos viejos camaradas. Se presentó con un regalo: una pequeña acuarela que había pintado en Berlín, en el reverso se podía leer: Te deseo que sigas tu camino y seas feliz. Con amor. César. Le abracé con ternura para agradecerle el detalle.

─Lo guardaré, tal vez algún día valga una fortuna.

Nos reímos.

Fue una comida entrañable, me habló de Berlín, de los galeristas y pintores que había conocido, de sus nuevos proyectos y de la servidumbre de la fama, le escuchaba con admiración, en silencio.

─Tú también podrías triunfar si te lo propusieras, pero tendrías que salir al mundo. Alejandro no te deja crecer, creo que ni respirar ─lo soltó a bocajarro mirándome a los ojos.

─¿Por qué dices eso? ─protesté, la pintura es solo una afición, llevo la vida que quiero llevar.

─¿Estás segura? Entonces, ¿por qué te brillan los ojos cuando te hablo de arte, viajes y exposiciones?

─Es verdad que te envidio, has llegado muy lejos, ya eres un gran artista y yo solo una aficionada. No te niego que algún día me gustaría exponer en una galería reconocida, pero no tengo prisa, para eso queda mucho tiempo.

─Tienes condiciones y lo sabes, Clara. Te sobra creatividad, tu mirada es original, apasionada, descarada, viva.  Atrévete. Yo te puedo ayudar.

Estábamos sentados en el sofá, demasiado juntos, mientras hablaba me acariciaba el pelo, sentía su aliento, respiraba su perfume, me complacían sus palabras y su cercanía, recordé su pasión y entrega en aquel orgasmo compartido y me dejé llevar.

Atraído, tal vez, por los mismos recuerdos, me besó en los labios suavemente, no me retiré, me besó en la oreja, en el cuello, en el pelo, hasta que de nuevo se posó en mi boca esta vez con pasión, jugó con mi lengua y mi saliva y esa vez respondí. Dejó caer el tirante del vestido para besarme el hombro con delicadeza mientras su mano acariciaba mis senos. Cerré los ojos, caminaba de su mano por Berlín o Florencia, entraba en una famosa galería, me recibían con aplausos…

El ruido de la puerta me sobresaltó. Alejandro apareció en el umbral aún con las gafas de sol y el maletín en la mano, se quedó quieto, tardó unos segundos en reaccionar.

─Hola, querida. Me han adelantado el vuelo. César, qué sorpresa no sabía que estabas ya en Madrid ─comentó con naturalidad.

─Si. Llevo unas semanas por aquí. Clara me ha invitado amablemente a comer, le estoy contando mi aventura germana ─contestó con premura.

Me levanté ruborizada, el tirante aún me caía por el brazo, el hombro seguía descubierto, los pezones erguidos se divisaban a través de la tela, me coloqué la falda y me lancé a los brazos de Alejandro, efusivamente.

─¡Qué bien que hayas venido antes! ─dije, besándole en los labios.

─Sí…pero… vosotros tranquilos, voy a cambiarme, me daré una ducha y luego charlamos un poco ─respondió excusándose.

Desapareció hacia el dormitorio mientras yo volvía inquieta al sillón. César se había recompuesto y ya se levantaba.

─No sé, tal vez será mejor que me vaya ─dijo rehuyendo mi mirada.

─Sí. Creo que será lo mejor.

─Seguimos en contacto, Clara ¿Qué tal si te pasas por mi estudio un día de estos?

─Me encantaría. Te llamaré antes de ir.

Lo despedí en la puerta con dos besos en las mejillas.

Alejandro salió en bata al oír el ruido.

─¿Se ha marchado ya César? Lo siento cariño os he interrumpido la velada.

Creo que lo dijo sin doble intención.

─Tenía prisa, ahora es un artista famoso y tiene muchos compromisos. Hemos hablado de arte, es fascinante y me ha animado a seguir pintando…

─Eso ya lo hago yo ¿eh? ─me susurró mientras me tomaba por la cintura. ¿Te apetece una duchita con tu marido?

─Es lo que más me apetece en el mundo.

No volvimos a hablar de aquel incidente. Alejandro estuvo muy cariñoso toda la tarde; si se había molestado, lo disimuló muy bien.

Reanudé mis visitas al estudio de César, retomamos nuestra amistad y nuestras actividades artísticas. Una tarde tomando café en su estudio me atreví a hacerle una pregunta que me rondaba hacía tiempo.

─¿Qué relación tienes con Claudia? ¿Sois amantes?

─Noooooo. Me ha ayudado en mi carrera y le estoy agradecido. Es verdad, que nos hemos acostado alguna vez, pero no creo que pueda decir que somos amantes. Desde aquella cena no la he vuelto a ver, Claudia tiene otras relaciones, otros amantes. Es una mujer increíble, fuera de lo común.  

─Sí. Lo sé… Es que aquel día en su casa se os veía muy compenetrados, me ruboriza hablar de ello, pero sentía la necesidad de hacerlo, espero que no te haya molestado.

─No. No me ha molestado. Tranquila. Tampoco yo me atrevía a mencionarlo, soy más tímido de lo que parece, Claudia logra sacar de mí un instinto animal desconocido, pero no siempre soy tan desinhibido ─dijo riendo.

─Claudia siempre logra lo que se propone.  ¿Imaginabas que eso podía pasar? ─insistí.

─Claro que no. Era simplemente una cena. Supongo que sabía que me atraes, pero de ninguna manera habría imaginado que la velada acabaría de aquella forma tan tórrida. Pero… no me arrepiento lo más mínimo ─aclaró, mirándome fijamente a los ojos.

─Claudia es una manipuladora ─continué, haciendo caso omiso de las últimas palabras de César─. Creo que fue una encerrona en toda regla, aunque ignoro con qué intención lo preparó. Eso sí, consiguió que Alejandro y yo tuviéramos una pequeña discusión de vuelta a casa.

─Tal vez tengas razón y ella lo había preparado, pero yo disfruté mucho, Clara y no me importaría repetir ─concluyó, besándome la mano con cariño.
No volvimos a hablar del tema. Aquella tarde cuando nos despedimos, me susurró al oído:

─Me gustas Clara, si te cansas de tu marido, búscame.

─Serás el primero de mi lista ─contesté con sorna.

Nos abrazamos como dos camaradas.

Pasamos las navidades con la familia de Alejandro y en año nuevo nos fuimos al Caribe. Vivíamos una época serena, además había pintado bastante y estaba satisfecha; los nubarrones parecían haberse disipado.

A finales de febrero, Alejandro me dijo que un viejo conocido suyo, Sebastián Salcedo, nos había invitado a una fiesta de carnaval en su chalet.

─El viejo Salcedo es un magnífico anfitrión. Seguro que la fiesta que ha montado es de las que hacen época ─comentó.

No me fiaba mucho de esas amistades, pero sentí curiosidad; además, desde pequeña, disfrutaba disfrazándome, una práctica que había heredado de mis padres.

─¿De qué nos vamos a disfrazar? ─indagué.

─De eso no te preocupes. Salcedo se ocupa de todo. Nosotros iremos de calle y allí nos tendrán preparados los disfraces, top secret; ninguno de nosotros sabrá de qué va disfrazado el otro, esa es la gracia de la fiesta.

─Ya me parecía a mí que tratándose de tus compañeros de juergas nocturnas no podría ser una fiesta de disfraces al uso ─ repliqué.

Intuí que Alejandro sabía más de lo que contaba, su sonrisa le delataba, pero no insistí más, era solo una fiesta de disfraces.

La noche del sábado fuimos en coche hasta un chalet a las afueras de la ciudad. Alejandro conducía deprisa, me contó intimidades de nuestro anfitrión y nos reímos mientras recordaba la prueba de fuego a la que le sometió cuando era muy joven, en su casa, en lo que él creía iba a ser una partida de mus.

Media hora más tarde las puertas de una verja espectacular se abrieron ante nosotros, por una avenida flanqueada de árboles y grandes farolas llegamos hasta la entrada principal. La casa estaba decorada con buen gusto y estilo clásico, un mayordomo nos hizo pasar al salón. Salcedo nos recibió cariñosamente, dio un fuerte abrazo a Alejandro y se inclinó para besarme la mano con mucha ceremonia

─Señora, a sus pies ─dijo con voz grave.

Alejandro se echó a reír.

─Venga ya, Sebastián, que estamos en el siglo XXI, es Clara, mi mujer.

─¡Qué suerte la tuya! ¡Qué escondida tenías esta joya! ─dijo, dándome dos besos en la mejilla.

Salcedo era mayor que Alejandro, tenía el pelo gris, peinado hacia atrás, vestía como un dandy decimonónico y mostraba exquisitos modales, me resultó campechano y me cayó bien.

─Gracias por invitarnos a la fiesta ─logré decir después de tantas ceremonias.

Alejandro saludó a algunas personas que estaban en la sala y me las presentó. No recuerdo bien sus nombres, todos estuvieron simpáticos y me acogieron amablemente; nos ofrecieron una copa, sonaba una música suave y la conversación parecía amena, distendida sobre cuestiones intrascendentes, como en una reunión social cualquiera.

─Enseguida, empieza la fiesta ─dijo Salcedo. Tendréis que ir a vuestras habitaciones para disfrazaros. Ninguno ha de saber cómo es el disfraz del otro. Libertad, imaginación y disfrute, esa es la consigna de esta fiesta; cada uno tendrá que actuar según el papel que se le haya asignado por el traje que vista y responderá con el nombre que le haya correspondido. Un par de camareros portaban copas con un licor irreconocible, bebimos de nuevo, estaba dulce, al principio se me revolvió un poco el estómago, luego sentí placidez, bienestar y unas tremendas ganas de divertirme.

Subimos a las habitaciones, la mía estaba en el ala derecha del primer piso, la de Alejandro en el segundo, nos despedimos en el rellano de la escalera con un beso.

Encima de la cama, había un disfraz de gata, un body de cuero, unas medias de rejilla, una diadema, un antifaz y una pajarita; una cola de pelo natural y unos bigotes completaban el atuendo. El antifaz me cubría la cara casi por completo, sólo los ojos, la boca y la nariz quedaban liberados. Una tarjetita prendida en la parte superior del traje tenía escrito un nombre: Carmela.
Cuando salí de la habitación varias personas disfrazadas se dirigían al salón, me encontraba un poco desorientada, no reconocía a nadie, tampoco a Alejandro. En el salón había al menos veinte personas: piratas, árabes, misioneros, vaqueros, guerreros, brujas, hadas, todos con la cara tapada.  Hice un gesto con la mirada a un viejo pirata de pata de palo que podría ser Alejandro, pero no me respondió. Desistí. Durante la primera media hora todos nos mirábamos, bebíamos y algunas parejas bailaban, otros se besaban en algún sofá. El ambiente se fue calentando: dos misioneros se subían las faldas, provocativas, Napoleón le comía el pecho grande y respingón a Josefina, una joven princesa gemía pausadamente mientras era acariciada por un enorme gorila. Me deshice de varios pretendientes y bajé al semisótano, divisé una pequeña sala con una luz roja, de la pared central colgaban distintos juguetes sexuales: lubricantes, plumas, pañuelos de seda, vibradores de distintas formas pero también cadenas, argollas, pinzas…

─Vaya con el viejo Salcedo ─pensé.

De pronto sentí un ligero golpecillo en el trasero y una voz distorsionada dijo:

─Al suelo, Carmela.

Me quedé quieta, sorprendida, recibí otro pequeño golpe en las piernas, miré intensamente a la persona que me había golpeado con ánimo de protestar, al minuto, alguien me cogió de la cola, perdí el equilibrio y caí a cuatro patas al suelo. Una mujer tiró de la parte posterior de mi disfraz, que se desabotonó de inmediato y dejó al descubierto parte de mi trasero. Sentí un escalofrío

─El juego ha empezado ─pensé.

No veía con claridad, solo caras distorsionadas, movimientos imaginarios de los objetos o incluso de las paredes de la habitación. Miré hacia arriba, un hombre vestido de indio, estaba de pie frente a mí, sus genitales, ocultos por apenas un taparrabos se situaban a la altura de mi boca.

─Vamos, felino ─dijo alzándose el taparrabos.

No hice nada y recibí un nuevo golpe en el trasero. No era dueña de mi cuerpo, apenas podía moverme, un sopor desconocido me recorría las entrañas.  

─Mal, muy mal ─decía una voz de mujer, vestida de domadora, con los pechos al aire y provista de un látigo que golpeaba contra el suelo.

─Tendrás que afanarte un poco más ¿verdad, muchachos? ─gritaba.

Todos reían y coreaban mi nombre postizo. Saqué la lengua, pero no conseguía llegar a mi objetivo, las risas continuaban, alguien dirigió mi cabeza, di una arcada.

En aquella habitación solo veía a cuatro personas. Dos hombres me levantaron del suelo y me llevaron hasta un gran sofá rojo que presidía la sala, me taparon los ojos con un pañuelo de seda, la mujer recorrió mi cuerpo como si conociera perfectamente el disfraz, hasta que encontró lo que buscaba, una pequeña cinta de la que tiró, dejando un círculo perfecto en la malla a través del cual había quedado al descubierto uno de mis pechos; al cabo de unos segundos hizo lo mismo con el círculo que ocultaba el otro. Debía estar ridícula, por tres ventanucos se veía mi piel blanca y seguramente pálida: el trasero y los dos senos, apenas el pezón y la areola.  Algo frío, que no podía ver, tal vez hielo me recorrió el pecho y provocó una reacción inmediata en mis pezones que se endurecieron y se posicionaros, puntiagudos, frente al techo. La mujer, maestra de ceremonias, portaba unas esposas que me colocó en las muñecas, mientras otra persona inmovilizaba mis tobillos.

Me encontraba atada de pies y manos, no podía ver, emitía pequeños gemidos lastimeros, pero aguantaba, mi cuerpo respondía, se erguía o se encogía. Finalmente estiraron de una banda fina colocada en la entrepierna y mi sexo quedó también expuesto. Quise hacer alguna señal, si Alejandro estaba presente debía rescatarme, el juego estaba llegando demasiado lejos. Nadie respondió. Sentí el ruido de una maquinilla de afeitar antes de que su frialdad entrara en contacto con mi piel. Chillé de nuevo.

Después pasaron unos minutos sin que nadie hiciera nada: la posición era incómoda, me dolía el cuello, las muñecas y los tobillos; entonces unas manos amables acariciaron mi pelo y mis mejillas ardientes, agradecí el gesto, bajaron por el pecho, se detuvieron en el ombligo y se adentraron en mi sexo. Otra persona rozaba mi piel con lo que parecía una pluma: cosquillas, dolor, placer, intimidación, todo se mezclaba en una confusa ceremonia sexual que me excitaba sin remedio. Estaba inmovilizada y los demás se afanaban por despertar mis sentidos, algunos tan recónditos que ni yo misma conocía; si me movía bruscamente el dolor se imponía y el pánico se apoderaba de mí, permanecí quieta, solo movimientos suaves con los que mi cuerpo respondía a los estímulos externos. Dedos expertos, masajes imposibles, besos húmedos, objetos indeterminados, caricias sutiles y violentas, frío, calor, dolor y gozo se confundían en mi cuerpo, provocando gemidos desesperados y lastimeros; arqueaba mis caderas, a punto de explotar, pero al instante, el miedo al dolor me paralizaba. Alguien se tumbó sobre mí, una piel conocida, un olor familiar, me penetró, primero con delicadeza, con un ritmo creciente, después, hasta conseguir que perdiera el alma, lo único que poseía ya esa noche. El abismo, por fin, se abrió ante mí, lancé un alarido animal, agónico hasta despeñarme. Luego me desmayé.

Cuando me recuperé, estaba en la habitación donde me había disfrazado, desnuda y acurrucada entre sábanas blancas; no había nadie más. Me sentía aturdida, desorientada, y avergonzada con un tremendo dolor en cada una de las partes de mi cuerpo. Mi ropa estaba encima de la mesa, al lado una nota:
«Cuando te despiertes baja al salón estamos esperándote. Alejandro».

Tras unos instantes de consternación, decidí bajar; al llegar la vi enseguida, me quedé paralizada en el último peldaño de la escalera, sentí un pinchazo en el bajo vientre que me hizo perder el equilibrio y tuve que agarrarme a la barandilla. Claudia charlaba animadamente con el dueño de la casa que la tenía rodeada por la cintura. Alejandro y otros invitados reían por algo que estaba contando. Tras unos segundos de vacilación, me recompuse y llegué hasta el grupo, fingiendo una leve sonrisa.

De regreso a Madrid, nos mantuvimos callados y pensativos. Alejandro, atento a la carretera y yo mermada en mis facultades, no podía articular palabra. Dudaba, incluso, de lo que había pasado realmente, los recuerdos no eran nítidos, como si lo hubiera soñado, pero estaba segura de algo: Claudia había sido la maestra de ceremonias y eso era suficiente para revolverme el estómago.

─¿Sabías que Claudia iba asistir a la fiesta? ─me atreví a preguntar, con un hilo de voz.

─Claro que no, te lo habría comentado antes de venir. Ya sé que no es precisamente amiga tuya.

─Ya.

─¿Qué ocurre, Clara? ¿No has disfrutado? Cualquiera lo diría oyéndote gritar. Fuiste la elegida, eso es un honor. Yo también lo fui hace tiempo y viví una experiencia excitante, difícil de olvidar. No creo que sea para enfadarse. Además, no debes preocuparte, es solo un juego, nadie habla de ello, una vez concluido, forma parte del pacto.

─¿Qué pacto? ¿Elegida para qué? Para exhibirme como un trofeo o mejor como una marioneta, para ser sometida y humillada, para sufrir.

─No, para gozar. Deberías haber visto tu cara, mientras gemías pidiendo más.  

Un nudo en la garganta me impidió seguir, las lágrimas resbalaron por mis mejillas, sentía una gran pesadez en la cabeza y mi estómago continuaba revuelto.

─¿Por qué lo has hecho, Alejandro? ¿Te has querido vengar de mí? ─supliqué.

─¡Está bien, no has entendido nada! Lo siento. ¡Vengarme!… ¿De qué? ¿Tengo razones para vengarme de ti? ¿Razones que desconozco? ─gritó.

Ya no contesté. En mi delirio, había pensado que tal vez se quería vengar por lo que había visto entre César y yo cuando regresó de aquel viaje sin avisar, pero habían pasado varios meses, la idea no parecía acertada, no pensaba con nitidez.

─¿Sabes qué creo, Clara?, que ya no estás satisfecha con nada. Creí que te gustaba mi mundo, pero ya no estoy seguro, tal vez has fingido todo este tiempo. Tal vez quieras ir de artista o algo así. Desde hace meses solo veo reproches en tus ojos y en tus palabras. Hago todo lo posible para que seas feliz, pero no me ayudas.

Tenía razón: nuestra complicidad de antaño se había roto, desde aquella navidad en casa de Claudia todo eran recriminaciones y lamentos. Vivía en una constante contradicción, quería agradar a Alejandro, pero me arrepentía si el juego llegaba demasiado lejos. Le acompañaba a todas partes y luego le reprendía. Gozaba y luego me avergonzaba. Lo vi claro, debía huir de él o mejor, de mí misma.

─¿Por qué siempre está Claudia en medio de todo?, ¿hasta cuándo su sombra va a planear sobre nuestras vidas? ─concluí sollozando.

─Ya está bien, Clara. Crece de una vez. Claudia hacía todas estas cosas, antes de que tú nacieras, no somos su objetivo, no eres su obsesión, ella tiene un montón de recursos, sabe divertirse con o sin nosotros. Y si te sirve de consuelo, ella también pasó por esto y no montó el número, al contrario.

Su voz sonaba triste, decepcionada.

A la mañana siguiente hice las maletas y me fui de casa, mientras Alejandro dormía: «Quiero estar sola un tiempo, respétalo por favor, te llamaré cuando esté preparada para hablar». Dejé la nota en la mesita de noche.

Tras seis años de matrimonio, me instalé en la antigua casa de mis padres triste, desolada, furiosa con el mundo. Unos días después me llamó Lucas para interceder en el conflicto. Me eché a llorar con desconsuelo.

Aún no habíamos terminado de hablar cuando sonó el timbre de la puerta.

Abrí, respiré el aroma de un gran ramo de rosas rojas, un muchacho joven sonreía detrás.

«Yo sólo te quiero a ti. No me dejes, te lo suplico» ─se leía en la tarjeta.

Fue la única vez que suplicó. Estuve toda la tarde dándole vueltas a mi cabeza, acababa de cumplir treinta años y quería vivir de otra manera; tenía que desengancharme de Alejandro y empezar de nuevo. Me encerré en casa sola con mis demonios, necesitaba pensar.

Algunas semanas después, llamó a mi puerta, estaba sereno, algo avejentado pero con el mismo atractivo de siempre. Hablamos de los trámites de nuestra separación, no me pidió explicaciones ni yo se las ofrecí, llegamos pronto a un acuerdo. Esta vez no hubo reproches.

─Siento haberte fallado ─dijo, ya en la puerta. Me has hecho muy feliz, espero que tú también lo hayas sido. La vida continúa.

Dos lágrimas nublaron mi mente por unos instantes, mientras la noche se colaba por la ventana, hasta dejar mi corazón completamente a oscuras. Se marchó sin mirar atrás. Un mes después descubrí que estaba embarazada, preparaba mi viaje a Italia, donde pretendía reconstruir mi vida y ya no había vuelta atrás.

 

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5.4. Cicatrices y reencuentros

El tiempo lo cura todo, cierto, pero es incapaz de borrar algunas cicatrices que te recuerdan cuántas veces caíste y cuántas pudiste levantarte.

He visitado a Alejandro, casi a diario, en los cuarenta días que llevo en Madrid. Necesito cuidarlo hasta el final, me duele su inmovilidad, su silencio y la tristeza de sus ojos; la comunicación tampoco es fácil, las manos, la mirada, las caricias sustituyen a las palabras que no puede pronunciar.

La enfermera me había hablado de sus cuadernos, había estado escribiendo sobre su vida para reforzar la memoria y la movilidad de la mano derecha y yo había decidido leerlos en voz alta en nuestros encuentros diarios, a modo de terapia. La decisión fue acertada, hemos vuelto a revivir juntos, nuestra historia, nos hemos reído con sus trastadas infantiles, hemos recordado a mi padre, nos hemos ruborizado con algunas escenas escabrosas y hemos llorado con los primeros desencuentros. El relato de Alejandro se interrumpía bruscamente tras aquella encerrona en casa de Claudia que inició el declive de nuestra relación, sentí, entonces, la necesidad de corresponder con mi propia versión de la historia y compartirla con él. Reanudé la lectura con mi propio relato, observando con curiosidad su reacción, le he sorprendido mirándome con la misma intensidad de la primera vez, he sentido la calidez de su mano, la complicidad de sus silencios y la tristeza de su rostro cuando me he quejado de sus actos. El relato de nuestra separación y el anuncio de mi embarazo, del que no tenía conocimiento, le ha sumido en un acusado abatimiento, hasta rehuir mi mirada en la despedida.

Unos días después, la noche del viernes 16 de diciembre recibí una llamada urgente del Sanatorio. Alejandro había sufrido un nuevo ictus, estaba en coma. Todos sabíamos qué podía ocurrir, pero me pilló desprevenida, sin defensas y me derrumbé como una niña pequeña. Cuando conseguí reponerme me acomodé al lado de su cama para no separarme hasta el final. Elena, la enfermera, me entregó unos folios escritos con una letra temblorosa, casi ilegible, que era lo último que Alejandro había dejado. Desconocía si me escuchaba, pero me concentré de nuevo en la lectura, al pie de su cama:

Los momentos más felices de mi existencia los he vivido con Clara; a pesar de los tropiezos, hemos sabido levantarnos y avanzar con determinación, siempre cogidos de la mano. Conseguimos superar aquel fatídico episodio en casa de Claudia; me perdonó cuando la dejé sola, una noche en Ámsterdam, se prestó a juegos perversos que jamás habría imaginado, solo por complacerme. Ha sido una verdadera compañera de viaje.

Aquella fiesta de carnaval que yo creí sería la prueba de fuego para que Clara se sintiera, por fin, parte de mi mundo, resultó ser la espada que cercenó nuestra historia de amor. Salcedo me lo había propuesto unos días antes, ella sería la protagonista de la fiesta y yo pensé que estaba preparada. Pero cometí un tremendo error: nunca debí dejar que Claudia fuera la maestra de ceremonias, no supe calcular el daño que eso nos haría. El muro entre nosotros creció, se hizo inexpugnable y un buen día al amanecer descubrí que estaba solo, me había abandonado. Como un acto de amor, la dejé marchar, merecía vivir por sí misma, fuera de mi influjo, triunfar en el mundo del arte, manejarse en otra ciudad, con otras compañías y también con otros hombres.

Cuando nos separamos mi vida descarriló por completo. Retomé mis antiguas amistades, mis costumbres, mis vicios, pero ya no era joven y acabé pagando un alto precio. Me adentré en el mundo del bondage, la dominación, el sadomasoquismo y otras prácticas similares; visitaba este tipo de clubes con frecuencia y coqueteaba con sustancias tóxicas cada vez más peligrosas a la búsqueda de un mayor placer. La mazmorra se convirtió entonces en mi segunda casa, regentada por un tipo peculiar, Tony Simón; representaba todo lo que en esos momentos me seducía: personas vestidas en cuero y látex negro, ataviadas con arneses, cadenas, collares con argollas, correas y otros artilugios. En una de sus paredes sobresalía una equis de grandes dimensiones, una cruz de San Andrés simbólica; en otra, un sillón a modo de trono y, un poco más allá, una jaula en la que cabía una persona. Del techo colgaban unos ganchos donde atar cuerdas. En ese juego de roles me gustaba ser dominado, sentir dolor, un poco más en cada práctica sexual, asumía cada vez más riesgos físicos y emocionales que dejaban aflorar mi vulnerabilidad. Cuando tapaban mis ojos con la venda o un antifaz, me colocaban los grilletes e incluso un bozal y me sometían a diversos castigos experimentaba un placer indescriptible del que no podía escapar. Conocí a algunas personas, verdaderamente enganchadas a ese mundo que llevaban una doble vida: trabajadores, profesionales o ejecutivos de día y dominadores o dominados por la noche. Una de aquellas nuevas amistades se llamaba Patricia, nos veíamos con frecuencia en el local, era aficionada al éxtasis y a los piercing que llevaba en los pezones y en el capuchón del clítoris, follar con ella se convirtió en una auténtica experiencia, la fricción con ese anillo curvado era especialmente intensa, tenía el efecto de elevar ligeramente el clítoris y producía sensaciones únicas, puro hedonismo.

Cuando era adolescente el sexo era una fantasía inalcanzable, sólo las palabras nos ponían calientes: joder, polla, coño..., pero cuando lo practicas con frecuencia, comienza un desesperado camino en busca de la sensación diferente, del orgasmo perfecto, de las fantasías más perversas y en ese oscuro camino me movía en esa época. En la Mazmorra, Patricia ejercía de dominatriz vestida de neopreno, con unos taconazos de aguja y medias negras de rejilla; una noche anudó mis pezones con una cadena fina, de cuyos extremos colgaba una pinza dentada, inmediatamente sentí un dolor punzante y grité.

─Duele ─musité.

─No seas débil.

Cuando me sobrepuse a la impresión, un pinchazo de placer recorrió mi cuerpo en cada movimiento, el placer y el dolor, las dos caras de la misma moneda, tan conocidas, tan cercanas. En algunos momentos de lucidez pensaba que el círculo se estaba cerrando, recordé a mi amigo Gonzalo en el internado y aquella ocurrencia suya que fui el primero en probar, las ranuras de las persianas de madera cerrándose de forma abrupta sobre mis pobres pezones adolescentes.

Entonces… un dolor profundo y persistente sacudió mi cabeza, perdí la fuerza en el brazo izquierdo y me vi incapaz de articular una palabra de ayuda antes de perder el conocimiento.

Desperté en el hospital lisiado y mudo. Lo tomé como un castigo divino por apurar tanto la vida, por vivir en la cuerda floja, por atravesar una y otra vez la línea roja de la sensatez y por haber dejado marchar al amor de mi vida.

No soy consciente del tiempo transcurrido pero la vida me ha dado una segunda oportunidad, lo supe cuando la vi a lo lejos, el rostro tenso, el flequillo revuelto, las mejillas encendidas y su mirada tierna, amorosa, incluso. Ahora nos comunicamos con la mirada, con caricias sutiles con largos silencios, pero estamos juntos de nuevo.

 

Fragmento final leído por la autora.

El relato se interrumpe. Alejandro sigue igual, los médicos me aconsejan que hable con él, que le cuente cosas...; ignoramos si nos oye, su rostro permanece impasible, pero sigue en este mundo, así que decido contarle mi propia historia lejos de él.

«Me fui de España embarazada, no te lo dije porque temía que me convencieras para quedarme, quería ir sola, empezar de nuevo. Bruno ha nacido en Italia, es un chico feliz, me recuerda mucho a mi padre, pero tiene tu sonrisa y la profundidad de tu mirada. Quiere venir a España y he accedido, ojalá llegues a conocerlo, ahora me arrepiento de haberte ocultado su existencia, he sido una egoísta.

»La historia con Cesar no funcionó, lo intentamos, pero él, ya era un gran artista y se debía a su carrera. Al principio viví unos pocos meses con él en un piso en Roma, la convivencia fue difícil, yo embarazada, irascible y decepcionada conmigo misma: no era una buena compañía. Cuando nació Bruno decidí marchar a Florencia, ya que aún me quedaban amigos. Empecé a trabajar en una Escuela de arte de profesora interina de Dibujo y encontré mi sitio. Ahora vivo con un italiano, Mateo, compañero de la Escuela. Es cariñoso, sensible, lleva una vida ordenada, sin sobresaltos y tiene buen trato con Bruno. No estoy enamorada, no al menos como lo estuve de ti, pero soy feliz.

»Me he planteado muchas veces volver a España, para que Bruno creciera aquí, cerca de ti, pero los fantasmas me lo han impedido, tal vez nunca habría regresado si Lucas, nuestro ángel de la guarda, no me hubiera escrito aquella misiva. Después de leerla se hizo la luz, por primera vez en mucho tiempo supe inmediatamente lo que tenía que hacer: volver.

»Hasta que la muerte nos separe ─dijimos una vez─, nunca había pensado en eso hasta ahora. Aquí estoy, estás más delgado, unas grandes ojeras rodean tus ojos, tus manos se ven largas, huesudas, tu rostro demasiado inexpresivo, pero continuamos unidos hasta en el silencio y no me canso de mirarte como la primera vez que te vi en el funeral de mis padres. Tu magnetismo sigue intacto

Por fin ha llegado el día, Lucas me ha acompañado al aeropuerto a recoger a Bruno, hemos venido directamente para el hospital. Él ya sabe quién eres.

─Alejandro, este es Bruno, tu hijo, por fin os conocéis. Ha cumplido ocho años ¿Qué te parece? ¿Es guapo, eh?

─Bruno, acércate, toma su mano.

Los dos percibimos con alegría que la mano de Alejandro se ha movido levemente cuando ha entrado en contacto con la de Bruno.  

─Mamá, creo que me ha apretado la mano.

Me acerco a la cabecera de la cama, también lo hace Lucas, que le toma el pulso. Me parece que cambia el rictus de su boca, pero ese movimiento es apenas imperceptible.

─¡Enfermera, enfermera!

La señal del monitor es cada vez más débil hasta que se para. Un ruido constante marca el final. Me inclino y le beso en los labios, serena. Pongo mi mano sobre sus ojos, una última lágrima humedece mis dedos temblorosos.

 

FIN

 

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